Participa en el octavo Certamen Literario “Heraldo de los Reyes Magos”

Un año más comenzamos a presentaros los distintos concursos que organizamos desde la Asociación Cabalgata Reyes Magos de Pamplona. Queremos que, a través de la participación en los mismos, la gente pueda vivir más intensamente la Navidad.

El primero que ha entrado en acción es el Certamen Literario “Heraldo de los Reyes Magos”. Este concurso, que alcanza la octava edición, lo organizamos con la colaboración de la Asociación de Periodistas de Navarra y está dirigido, exclusivamente, a periodistas navarros.

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Desde el pasado lunes 13 de noviembre hasta el 15 de diciembre a las 13 horas, se pueden presentar los cuentos a concurso. Por supuesto, se aceptan relatos tanto en castellano como euskera y el tema debe aludir a la Navidad. Los originales deben enviarse a concursoheraldo@periodistasdenavarra.es

Periodistas, os animamos efusivamente a participar en el Certamen y, de esta forma, deleitarnos con un bonito cuento navideño.

Os dejamos las bases completas del Certamen.

¡Comienza a vivir la magia!

Navidad en el rellano – Leyre Hualde

Premio VII Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2017

 

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I

De un momento a otro la fachada del ayuntamiento se iluminó. Miles de bombillas rojas y blancas se encendieron provocando gritos de emoción entre los niños presentes en la plaza. “¡Mira qué bonito, mamá!”, dijo Silvia mientras tiraba de su mano. Al lado, Adrián miraba hipnotizado al edificio desde la altura que le proporcionaban los hombros de su padre. “¡Ya es casi Navidad! ¡Ya es casi Navidad, papi!”, repetía sin cesar.

A ella no le pasó desapercibida la sonrisa forzada de su marido mientras contestaba al pequeño. El la vio agarrar con fuerza el bolso y cambiárselo de hombro, en un intento, probablemente inconsciente, de alejarlo de su hija. Ambos evitaron los ojos del otro, no fuera que vieran reflejados en ellos el miedo que se ocultaba en los suyos.

Ese día los niños se durmieron enseguida, agotados después de ese pequeño paréntesis en la semana que suponía la fiesta de San Saturnino. “Los kilikis son lo que más me gusta de Pamplona”, había dicho Silvia muy convencida a la hora de comer. Sin embargo, al irse a la cama ya había cambiado de idea: “Lo que más me gusta es la Navidad -afirmó-, porque hay luces en las calles, se merienda chocolate caliente y se pueden comprar castañas… Justo como hoy y eso que todavía falta casi un mes”. “Y vienen los Reyes”, le recordó entre bostezos su hermano que, con tres años, por primera vez era realmente consciente de que, si se portaba muy bien, Melchor, Gaspar y Baltasar le dejarían algún juguete al lado de su zapato.

Tras los besos de buenas noches, Andrea se sentó en la cocina, con la mirada perdida, hojeando sin verlo el catálogo de juguetes que revisaban sus hijos un rato antes. ‘¡Me lo pido! ¡me lo pido!’, resonaban sus vocecillas en su mente. “¿Dónde has dejado tu bolso?”. La voz de Nacho le sobresaltó. Por eso, hizo un esfuerzo para parecer tranquila: “Por ahí estará… En nuestra cama, creo…”, le respondió mientras sus pasos se perdían por el pasillo. Cuando volvió, soltó el sobre encima de la mesa como si quemara y ella notó de nuevo ese peso que le había acompañado todo el día en el fondo de su bolso.

  • ¿Sabes que no conseguimos nada no abriéndolo, verdad?
  • Lo sé, pero no quiero ni leerlo… Total, ya sabemos lo que pone.
  • Cierto… Aquí está: “Debido a la deuda contraída con la empresa suministradora del servicio de luz y gas, se cortará el suministro de su vivienda el próximo 20 de diciembre. En caso de hacer frente al pago en el plazo de 7 días, se restablecerá el servicio en 24 horas. En caso contrario, el día 27 de diciembre se le retirará el contador.”
  • Joder, ¡en Navidad! ¿Esa gente no tiene hijos o qué?
  • Chss, no subas la voz, no vaya a ser que los niños sigan despiertos.
  • ¿Y qué vamos a hacer? ¿Me lo quieres explicar? Porque ya no me vale con que me digas que esté tranquila y que lo arreglaremos, porque no me lo creo.

Ese silencio denso que empezaban a conocer demasiado bien se instaló de nuevo entre ellos. Andrea repasó mentalmente las cuentas que se sabía de memoria. Por un lado, el sueldo precario de Nacho y lo poco que ella ganaba trabajando esporádicamente; por otro, la maldita hipoteca, los gastos de la casa, la comida, la ropa y las pocas cosas que compraban cuando eran realmente necesarias. Meses atrás, cuando la balanza comenzó a inclinarse poderosamente hacia el lado de los gastos y ellos ya no podían privarse de nada más, dejaron por primera vez un recibo sin pagar. Un pequeño gesto que no significaba nada en las cuentas de una gran compañía, pero que abrió la puerta de su casa a la vergüenza y el sentimiento de culpa.

Los sobres empezaron a llegar. Primero, en tono amistoso; luego, amenazadores. Y ahí, ante sus ojos, en la mesa de la cocina, estaba la sentencia: en menos de un mes se quedarían sin luz. Y sin calefacción. Y sin agua caliente. Y sin dibujos animados por la mañana. Y sin cuento de buenas noches. Y sin luces en el árbol de Navidad.

 

II

Cuando sonó el despertador, Andrea y Nacho seguían tan despiertos como al acostarse. Durante toda la noche, sus ojos habían estado fijos en la oscuridad, como si trataran de adaptarse a ella. Al fin y al cabo, eso es lo que les esperaba: unas Navidades en tinieblas.

Con miedo, Nacho apretó el interruptor. Había luz. “Al menos, los niños se van a ir al cole tan contentos… Cuando vuelvan les dices que algo se ha roto y vamos a estar unos días así… para ellos será casi como un juego”, comentó. “Si, ya lo hemos hablado… Sigo creyendo que es mejor decirles la verdad, pero bueno, haremos el paripé por lo menos hasta Nochebuena”, respondió Andrea con amargura.

La emoción de alumbrar la casa con velas y de dormir juntos en una cama para estar más calentitos duró poco. “Mamá, diles a los señores de la luz que la arreglen ya, que mañana es Nochebuena”, se quejó Silvia esa tarde. A partir de ese momento, los dos niños centraron todos sus esfuerzos en convencer a su madre de que una Navidad sin luces en el árbol no era Navidad. Como si ella pudiera hacer algo… “Cenaremos algo por ahí, me da igual el dinero”, le dijo con determinación esa noche a Nacho. “Así no estaremos a oscuras en Nochebuena, que se me parte el corazón escuchando a los niños”.

La Nochebuena fuera de casa acaparó las conversaciones de los niños esa noche: “¿A dónde irían?, ¿podrían cenar pizza?, ¿y helado de postre?, ¿habría más niños o sería una cena de mayores?”. Las preguntas parecían no tener fin y su alegría cotidiana poco a poco contagió a Andrea y Nacho, que por primera vez en meses alejaron los problemas de sus cabezas y se centraron en disfrutar de ese tiempo con sus hijos.

La cena fue un éxito. Silvia y Adrián cenaron pizza y helado, cantaron villancicos y corretearon por todo el restaurante con los otros niños. Al día siguiente, el pequeño todavía estaba tan alterado que Nacho decidió llevárselo a dar un paseo. De vuelta a casa, la vecina de enfrente, acompañada por dos de sus nietos, les alcanzó en el portal. Aurora disimuló su sorpresa al enterarse, por boca de Adrián, de que habían cenado fuera porque la luz “se había rompido hace días”, pero no dijo nada. “Se dice roto, Adrián”, corrigió Nacho mecánicamente. “Anda, vamos a subir andando y así no molestamos a Aurora que casi no vamos a caber en el ascensor”, dijo llevándose al niño con la mirada perdida.

 

III

Con el primer timbrazo, Andrea, que estaba dormitando en el sofá, se sobresaltó. Con el segundo, se levantó a abrir esperando con todas sus fuerzas que al otro lado de la puerta no estuvieran los empleados de la compañía eléctrica dispuestos a retirarles el contador un día antes de lo previsto. Al encontrarse frente a ella a su vecina Aurora, se relajó y suspiró con alivio.

-Chica, parece que has visto un fantasma- saludó Aurora-.

-No, no… lo que pasa es que me has pillado en la siesta- se excusó-. ¿Qué quieres? ¿Necesitas algo?

– No, solo venía a desearos feliz Navidad y a invitarte a que pases a mi casa a tomar un café y charlar un rato, si tienes tiempo.

– Claro… Cojo las llaves y voy- dijo Andrea, sorprendida.

El calor del salón, el olor a café recién hecho y las luces del pino recibieron a Andrea, que intentó no pensar en todas las navidades anteriores, en las que ella también disfrutaba de esos pequeños lujos sin ser consciente de ello. Aurora, que trajinaba en la cocina, le invitó a sentarse y enseguida apareció con dos tazas y dos porciones de bizcocho. Le preguntó si los niños habían sacado buenas notas, si iban contentos al colegio, qué tal el trabajo de Nacho, si ella había hecho alguna entrevista últimamente… rodeos para evitar la cuestión que rondaba en su mente desde la tarde anterior.

Finalmente, se llenó de valor y retorciendo una servilleta entre las manos, le dijo: “Mira Andrea, sé que igual me estoy metiendo en donde no me llaman y por eso no quiero que te enfades por lo que te voy a decir… Ayer me encontré con Nacho y el niño en el portal y no dejó de darle vueltas a una cosa que el pequeño me dijo… ¿Os han cortado la luz?”. Ante el silencio de Andrea, que se había quedado paralizada, Aurora continuó: “Si me estoy confundiendo y me he montado una película en la cabeza, lo siento mucho; pero si tengo razón, me gustaría que sepas que me lo puedes decir, que las vecinas estamos para ayudarnos”.

Andrea intentó tomar un sorbo de café, pero el temblor de sus manos no le dejó ni coger la taza. No había hablado con nadie acerca de la situación que estaban viviendo y no sabía por dónde empezar. Así que se lo contó todo a su vecina: la inquietud de las cuentas que no salen, los números rojos que no pueden esquivarse, el primer recibo sin pagar que cae como una losa y, por último, la oscuridad. Una oscuridad que burlaron durante unas horas delante de una pizza, pero que seguía ahí por la mañana y que sería casi definitiva cuando les quitaran el contador. “Y todo en Navidad”, repetía Andrea entre lágrimas. “Creemos que los niños todavía no son conscientes porque disfrutaron mucho en Nochebuena, pero ¿qué vamos a hacer en Nochevieja y en Reyes?”.

Esa noche Aurora dio más vueltas de las habituales en la cama y no precisamente por culpa del dolor de su cadera recién operada. No conseguía quitarse de la cabeza a los dos niños tan simpáticos que vivían en la puerta de enfrente. “En vez de disfrutar de las fiestas como deberían, van a darse cuenta de lo jodida que es la vida a veces”, se lamentaba.

Cuando comenzó a amanecer, cansada de estar tumbada sin poder dormir, Aurora se levantó y se sentó frente a su tocador, abrió el segundo cajón y sacó la cartilla que había actualizado días antes. Sin poder aguantarse, y animada por la idea que se había abierto paso en su mente durante la noche, llamó a su hija en cuanto dieron las siete. “Quiero que vengas a desayunar porque tengo que contarte una cosa y pedirte que me lleves al banco”. “No, no me he vuelto loca, ya sé qué hora es”. “Tú ven, que no tenemos mucho tiempo”.

 

IV

Al salir del banco, Aurora sintió una emoción ya casi olvidada: esa mezcla de nervios y alegría que le recorría el cuerpo la noche de Reyes imaginando la cara de su hija al abrir los regalos. Tras pagar la deuda de sus vecinos, le habían informado de que no tardarían mucho en dar de nuevo de alta el servicio, siempre que los técnicos no hubieran quitado ya el contador. “De todas formas, vamos a pasar el aviso para que no lo retiren, señora, esté tranquila”, le habían dicho.

Aprovechó el resto de la mañana para hacer algunos recados y, cuando la cadera empezó a molestarle, se dirigió lentamente a casa. Al doblar la esquina, levantó la mirada hacia su balcón como hacía siempre y, allí, en la ventana de al lado, vio parpadear las luces verdes, rojas y azules del árbol de Navidad de Silvia y Adrián.

Satisfecha, aceleró el paso y entró en el portal pensando si debía hablar directamente con sus vecinos o si era mejor esperar un poco. Sin embargo, no tuvo que tomar ninguna decisión. En cuanto el ascensor alcanzó el tercer piso, Andrea salió al rellano con los ojos brillantes. “Aurora, tenemos luz. Alguien la ha pagado por nosotros… ¿Tienes algo que ver?”. “Puede ser… Estas cosas pasan en Navidad”- respondió la anciana con una sonrisa.

Entre dos magos – Miguel Ángel Barón

Premio VI Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2016

«Entre dos magos»

Mi padre se está yendo. Yo no me lo creo, porque no podría soportarlo, pero eso no importa. Una enfermedad lo está apagando. Yo lo veo bien. Bueno… a veces, no. Pero otras veces, sí… y me quedo con las buenas, con esas ocasiones en las que disfrutamos cada minuto sintiendo la vida con intensidad, cuando se mete conmigo socarronamente; siempre ha sido así. Nunca demostró su afecto de forma efusiva, ¡qué va! Ha sido muy parco en eso, aunque ahora, creo, se arrepiente de no haber dicho ‘te quiero’ todas las veces que lo ha sentido.

Cuando se mete conmigo, que soy la persona que lo cuida y que lo mima, sé que está bien porque él es así. Al menos, así he conocido siempre a papá. Pero, aunque yo no lo crea, se está yendo. Y yo, un poco, también. No sé qué será de mí cuando todo ocurra. Tengo un marido que me quiere y unas hijas que me adoran… pero no sé qué será de mí… ¡papá significa tanto para mí!

Por uno de esos pequeños milagros que incluye todo proceso doloroso, hemos podido pasar la Nochebuena en casa, lejos del clínico. Papá ha disfrutado de una noche rodeado de sus hijos y de sus nietos, lo que nunca tuvo porque vivimos muy lejos de él. Solo ha tomado consomé y un poquito del champán que le regaló su amigo. Su amigo me decía:

“Pasaréis la Nochebuena en casa, ya verás, será la mejor noche de vuestra vida… tu padre sabe cuándo podría irse; es fuerte… algo falso, como la mayoría de los hombres frente a la enfermedad, pero te quiere demasiado como para dejarte sin la Navidad que te mereces”.

Yo no me lo creía –no me creo casi nada…- porque cuando me lo dijo estábamos uno a cada lado de la cama de mi padre, ingresado, con varias sondas y morfina en vena y… en fin, parecía que había comenzado su marcha, a una semana de la Navidad.

Pero sí, fue así como ocurrió y pasamos el nacimiento del Niño en familia, sonriendo a la vida, contentos por el gran encuentro. Ya sabéis, uno de esos pequeños milagros…fue así, como me lo dijo él, su amigo, que lo conoce muy bien. No es la primera vez que en situaciones adversas me anima vaticinando soluciones que, la verdad, parece increíble que ocurran… y ocurren. A veces, cuando no tengo al amigo de mi padre enfrente, trato de ver asomar por alguno de sus bolsillos una varita mágica o una bolsita en la que llevara polvo de estrellas… pero no, no he visto nada de eso. Pero acierta…. Y no sé cómo lo hace… se aventura en momentos delicados y suceden las cosas tal y como las imagina. ¿O no las imagina? No sé… a veces me recuerda a papá; solo me levanta el ánimo, nunca me ha consolado.

Ayer fue mi cumpleaños y lo celebramos. Papá me hizo el regalo de mi vida, el que siempre quise. “¡Está loco!”, le dije a él, al amigo, que me contestó que no: “De eso, nada; tu padre ‘te quiere todo’, eso es lo que ocurre”.

Y esto sí que me lo creo, esto sí. Sé que me quiere, a su manera, pero sé que me quiere mucho.

“Es imposible no quererte si se te conoce, María, imposible”, me dijo también un día su amigo… y me lo repite a menudo. Y esto no me lo creo. Yo soy una chica normal que hace lo que siente y siente lo que le emociona en cada momento. No sé cómo me verán los demás pero solo trato de ser feliz en medio de esta tristeza.

Hoy es el día de los Santos Inocentes. Esperamos la Noche de Reyes con mucha ilusión pero no sé cómo estará papá ese día. El año pasado, papá encarnó al rey ‘Melchor’. Aún lo recuerda. Bueno, creo que no lo olvidará nunca. Cuando todo terminó aquella su noche fantástica, llegó a casa –eran más de las cinco de la madrugada-. Se tiró vestido en la cama, boca arriba, con los ojos cerrados y no dijo nada. No se durmió. Solo cerró los ojos, que se movían por debajo de los párpados, no dijo nada y sonrió.

  • ¿Qué tal, papá?
  • ¿Papá? Soy ‘Melchor’…
  • Bueno, vale… ¿qué tal, ‘Melchor’?

No contestó, ni me miró. Solo continuó sonriendo.

‘Melchor’ apareció en la cocina cuando terminaba el desayuno. Entonces fui yo la que no dijo nada, esperando que fuera él quien pronunciara alguna palabra. ¡Y vaya que si lo hizo!

  • María, no he dormido. He tratado de grabar cada momento de felicidad vivido ayer, cada instante de magia con esos niños, con sus padres, con sus abuelos… ¡soy tan feliz! Me gustaría poder explicártelo, pero no creo que lo supiera hacer. ¿Sabes? Fui ‘Melchor’, era ‘Melchor’… y creo que no voy a poder dejar de serlo…

No le entendí del todo. Puedo imaginar la impagable sensación de repartir la ilusión a los demás, de ser la persona esperada por otras y regalarles tu sonrisa, tus abrazos, tu mirada, tu magia… pero ¿no dejar de fingir ser otra persona? No sé… eso no lo entiendo muy bien.

Hoy es 28 de diciembre y estoy algo triste porque no sé cómo estará papá la noche del cinco de enero, la noche que puede cerrar la mejor Navidad que hemos pasado con él. Estoy algo triste pero nunca pierdo ese hilo de esperanza que necesitamos para seguir tirando hacia adelante y también estoy pensando en cómo sería ir con papá a la Cabalgata y gritar a Melchor, llamadle, que nos mirara y decidle entonces a papá: “¿Qué, te estás mirando a ti mismo,’ Melchor’?”

¿Quién llamará ahora al móvil…?

  • Sí, dígame…
  • Hola, María, ¿cómo va todo? Soy el amigo de tu padre.
  • Hola, no sabes cómo me alegra escuchar tu voz. Bien, todo bien.
  • ¿Entonces, mi amigo sigue sonriendo bajo tus cuidados?
  • Bueno… creo que se cuida solo ahora… pero sí, está contento y sonriendo.
  • Pues ahora soy yo el que se alegra de escuchar tu voz con esas noticias tan buenas.
  • Pero…
  • ¿Qué ocurre, Cenicienta?

Me llama Cenicienta… y no sé muy bien por qué…

  • Estoy un poco triste…
  • Pero ¿por qué?
  • Es que… falta poco para la Noche de Reyes y, ya sabes, quiero que llegue bien papá y que podamos salir a la calle a recibir a los magos…
  • ¿Y, algún problema en ello? ¿Acaso tienes alguna duda de que va a ser así? Te he dicho mil veces que tu padre te quiere lo suficiente como para saber qué tiene que hacer y darte la Navidad que te mereces.
  • Pero, no sé, sabes que está muy enfermo y que algún día…
  • Vaya… veo que no entiendes nada, pequeña… ¿crees en los sueños?
  • Sí, sí…
  • ¿Has perseguido alguna vez un sueño?
  • Creo que sí…
  • ¿Entonces? ¿Crees en los Reyes Magos?
  • Sí, sí que creo en ellos…
  • María, vais a disfrutar de una Noche de Reyes inolvidable. Papá se va a ver a sí mismo, va a poder mirar a sus propios ojos cuando se cruce con ‘Melchor’; va a revivir el mago que nunca dejará de llevar dentro…
  • ¡Pero bueno! ¡Si eso es lo que estaba pensando justo antes de que llamaras! ¿Cómo lo haces?
  • Soy así desde hace un par de años…
  • Ya, ya… ¡pero no se puede fingir eternamente ser otra persona!
  • Lo único que no se puede fingir es que ames la vida…
  • Pero papá puede ponerse muy malito de repente…
  • Y dale…, tu padre sabe mejor que nadie cuando podrá irse y no te va a hacer esa faena ahora, créeme.
  • Si ya, si yo quiero creerte… y te creo, la verdad, hasta ahora has dado en el clavo… pero…
  • Pues deja de darle vueltas. Vete comprando un buen rosco de reyes y un poquito de jamón. ¡Ah, y café, sí, café caliente! El champán y el chocolate para los críos os lo llevo yo el día cuatro.
  • ¿Sí, de verdad que vas a venir a vernos el día cuatro?
  • Claro, es el última día de ser el ‘Melchor oficial’ de tu padre; al día siguiente, otro le tomará el relevo.
  • … último día de ‘Melchor oficial’… ¿entonces… sigue siendo mago?
  • Nunca dejará ya de llevar un mago dentro.
  • … pero… es que… creo que lo voy entendiendo…
  • Te está costando tanto comprender este lío… siempre llevarás un dolor en el pecho, María, pero el descanso de tu mago lo recompensará.
  • Pero… papá… Melchor… la magia… tú… desde hace dos años…
  • No sé qué quieres decir, pero si te refieres a que si los Reyes son los padres, de eso nada, rubita, eso no es así; más bien ocurre que los padres son los magos. ¿Entiendes?
  • Creo que ahora sí…
  • Pues me alegro. ¡Ah!… algo muy importante que no sé si has caído en cuenta: Los Reyes Magos nunca se van, nunca se marchan, ¡jamás faltan a su cita…! Siempre, siempre, siempre están ahí. ¿Puedes comprender también esto?
  • Creo que sí…
  • ¡Ey, ey, ey… que no sé qué me dice que se están cayendo algunas lágrimas! ¡Sonríe, que motivos tenemos para ello!
  • … es que es de felicidad…
  • Entonces está bien, es bueno llorar de alegría o de felicidad, eso no está mal. Bueno, no te olvides del rosco, del jamón y del café, ¿de acuerdo? Pronto estaré con vosotros.

María callaba. El amigo, también. Al poco, ella rompió el silencio.

  • Gracias por estar ahí, de verdad, pero… ¿puedo hacerte una pregunta?
  • Es ‘algo’ que siento y… que necesito saber…
  • ¿Llevas un mago dentro?
  • Desde hace dos años; también fui ‘Melchor’.
  • Te quiero.
  • Quieres a ‘Melchor’… y ‘Melchor’ te quiere a ti. Es ese ‘algo’… que lo sepas.
  • Lo sé.

Crecer entre montañas

Premio V Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2015

Primer premio: Pablo Laporte Miqueléiz
“Crecer entre montañas”

–¿Qué tal mi Nochebuena? Te puedo contar dos versiones, la corta o la larga. La corta es muy corta: bien. O incluso: muy bien.

–Y ¿la larga?

–La larga sería más bien algo así: bien o incluso muy bien, pero accidentada. Y luego está la versión detallada.

–Me decanto por la detallada.

–¿Seguro?

–Claro, hombre, cuéntame. Pido otras dos. ¿Nos pones dos más, por favor?

–Día 24, ocho de la tarde. Habíamos llegado a Pamplona de Madrid un día antes y estamos tomando algo por lo viejo con la familia. Con mi mujer, hijos, hermanos, sobrinos, cuñadas y amigos. Ya a punto de recoger e ir a cenar a casa de mi cuñada cuando viene Jonás, mi hijo el mediano, y me saca del bar. Tiene que decirme algo.

–¿Cuántos años tiene ya, Jonás?

–Jonás tiene ya diecinueve. Acaba de empezar ingeniería de caminos.

–Y ¿le gusta?

–Sí, está encantado. Ya verás, va a ir a curso por año.

–Bueno, sigue.

–Sigo. Me saca del bar y me dice que ha estado en Ochagavía. Pero me lo dice por lo bajini, mirando al suelo. Yo le miro con cara de policía, porque algo ha hecho mal, algo le genera un runrún. Me cuenta que quedó con sus amigos, con los de la infancia o los de la adolescencia. En fin los del colegio de toda la vida, de antes de que nos fuéramos a Madrid.

–¿Cuánto hace de eso?

–En febrero hará ya cuatro años.

–Total, que se ha ido con sus amigos a Ochagavía.

–Sí. Ya sabes que yo me crié ahí, que mi familia es de ahí, y que aún mantenemos la casa familiar, aunque mi madre hace ya diez años que murió.

–¿No la queréis vender?

–Yo sí, la verdad. Prefiero billetes que ladrillos. Pero a veces la usan. Mi hermano, el mayor, trabaja mucho por los pueblos del norte y de vez en cuando pasa la noche ahí. Y cuando hace bueno a veces van todos a comer o a pasar el fin de semana. De todas formas, vender esa mole, con la que está cayendo, tela. Y luego está todo eso de los recuerdos, la nostalgia…

–Claro, es una reliquia familiar.

–Construida en 1898, y está prácticamente intacta. Así que imagínate. En fin, que me dice Jonás que se ha ido a pasar el día por ahí con sus amigos y que han estado en la casa. Y después de mucha duda, mucho titubeo, me cuenta que cree, que está casi seguro de que se han dejado las placas de la cocina encendidas. Y yo le pregunto: ¿y para qué andáis tocando las placas de la cocina? Y el niño mira otra vez al suelo.

–Adivino, iba a ir a la cena de Nochebuena ya cenado.

–No hombre, no. Son placas de gas, de estas antiguas que se encienden con una chispa. Unas placas que tienen más años que tú y que yo. Me la ha intentado dar con queso, diciendo que si era para calentarse y demás. Era para encenderse los porritos, como si lo viera.

–Ah, que tu hijo…

–No, mi hijo es más bueno que el pan. Sus amigos de aquí son un poco más vivalavida, pero en fin, les ve dos veces al año, Navidad y San Fermín. Pero el caso, que me dice que está casi seguro de que no ha apagado las placas. Ha llamado a sus amigos pero ellos no saben nada. Pues llámales otra vez, le digo, cogéis el coche y vais a comprobarlo. Pero claro, sus amigos están ya en sus casas a punto de sentarse a la mesa, y se han lavado las manos como Poncio Pilatos.

–Pues que hubiera ido él solito.

–Ya, pero aún no tiene el carné de conducir. Así que le miro y en ese momento no le meto un sopapo porque no lo he hecho en mi vida y no iba a ser la primera vez después de diecinueve años y en Nochebuena, pero créeme que ganas no me faltaron. Le suelto una moralina rápida y le digo que ya hablaremos, para asustarlo un poco. Entonces hago cálculos. Entre ida y vuelta, dos horas y media en coche. Son las ocho y pico, si me doy prisa puedo estar en casa a las once y si se lo toman con calma, llego para el sorbete y el turrón. Así que entro en el bar, le pido a mi hermano las llaves de la casa y le digo que ya le contaré. Se encoge de hombros y me las larga. Le explico rápidamente a María, mi mujer, y me voy para allá.

–¡Pero cómo te vas a esas horas! ¡Y en Nochebuena!

–Porque me conozco. Primero porque no me fío de unas placas tan viejas y no quiero que el pueblo vuele por los aires en Nochebuena, y segundo porque si no voy, la imagen de las placas encendidas me va a acosar cada cinco segundos durante toda la cena, toda la noche y todo el día siguiente, que teníamos comida con la familia de María. Y sé que a Jonás también, que para esas cosas ha salido a mí.

–Serías el amo de la carretera.

–Conduzco con prisa, y entre tú y yo, jurando sapos en voz alta contra el crío y sus amiguitos, pero conforme voy llegando y paso Ezcaroz, el pueblo de al lado, me van viniendo imágenes, recuerdos.

–¿Hacía mucho que no ibas?

–Por lo menos desde que nos fuimos a Madrid. Pero probablemente más. Ni idea, igual ocho años. Ni me acordaba de la última vez. No se me ha perdido allí gran cosa, la verdad.

–Tu infancia, nada menos.

–Por eso mismo. ¿Voy a encontrar mi infancia si vuelvo por ahí? No. Pues entonces. Ya sabes lo que dicen: Donde has sido feliz…

–… No debieras tratar de volver. Lo dice Sabina en alguna canción.

–Tate.

–Entonces llegas.

–Llego, abro, voy directo a la cocina y…

–Apagadas.

–Apagadísimas. Y ahí ya juro no sólo sapos, también culebras.

–No me extraña.

–Bah, si te soy sincero, en realidad me entró la risa. Me vi tan solo y tan ridículo, en esa casa, un 24 de diciembre a las nueve y media de la noche, que me entró un ataque de risa tonta y no pude parar en un buen rato. Me dije: así las cosas, mejor tomárselo con humor. Y hasta con calma. Porque de pronto ahí estaba, y con las prisas y el apuro no me había dado cuenta.

–¿De qué?

–De que había conducido a un lugar personal y cargado de cierta magia. Y aquello, la verdad, me pilló de sorpresa.

–Y ¿qué hiciste?

–Nada, no hice nada. Bueno, sí, me fumé un cigarro.

–¿No lo habías dejado?

–Sí, y lo he dejado. Pero abrí un cajón y encontré un cigarro en una cajetilla. Y me lo encendí. ¡Me lo encendí con las malditas placas de la cocina! Y antes de que hagas la broma, sí, las apagué. Y no he vuelto a fumar. Fue ese y ya. Me lo fumé paseando por la casa. En según qué estancias, el silencio, la quietud del sitio me ponía la piel de gallina, incluso un cierto nudo en el estómago. Me venían tantas imágenes… Me llamaba la atención que todos esos objetos, esos muebles, siguieran allí después de tantísimos años, intactos. Fíjate la de cosas que yo he hecho. Estudiar en Francia, vivir en Chile cinco años, una carrera profesional intensa, casarme, tres hijos, en fin, una vida, como la de cualquiera, llena de etapas y cambios. Y mientras todo eso pasaba, ya sé que suena a tontería, pero mientras, todo allí ha permanecido intacto. Como esa butaca en la que se sentaba mi padre después comer. Allí seguía, fiel a él y fiel a su función en este mundo, que es estar donde siempre ha estado, en ese rincón. Pensé que la relación entre la butaca y el lugar que ocupa, que un día fue cotidiana, era ahora ancestral, casi un altar, algo que alberga muchas más cosas. Como si por mover esa butaca de ahí, fuéramos a hacer algo más que mover una butaca. Perdona, que me desvío.

–No, no. Sigue. Te escucho atento.

–Nada. Eso pasó. Bueno, y algo más. No me atreví a entrar en mi habitación. Encendí la luz y me apoyé en el marco de la puerta, pero no entré. Vi mi cama, mi escritorio, mis libros, mis cachibaches, pero no me atreví a entrar. Como si hacerlo fuera un sacrilegio. Como si me estuviera colando en la intimidad de alguien, del niño que fui, tal vez. De alguna manera, sentí que debía respetar su espacio.

–Tiene sentido, supongo.

–También visité el comedor. Allí sí que entré, y me senté en la cabecera, donde se sentaba mi padre. La cabecera de una mesa enorme, como para veinte comensales, con sus candelabros y sus tapetes. Y no pude evitar acordarme de cuando celebrábamos las nochebuenas alrededor de esa mesa. Con todos mis tíos y primos, que éramos un pelotón de críos. Estuve allí unos minutos, en silencio absoluto en un lugar en el que años atrás, a esas horas, todo era puro jolgorio, humo, risas y villancicos.

–Triste, tal vez.

–No, no fue triste. Fue casi alegre, pensar que todos hemos hecho nuestras vidas, nos ha ido bien fuera del pueblo. Alegre, simplemente, porque las cosas han seguido su curso y estamos todos bien.

–Pero mientras, tu familia dejándote sin percebes.

–¡Claro! Me acordé y me dije que sí era el lugar pero no el momento para viajes al pasado. Cerré y salí.

–Bueno, pues no fue a mayores, la cosa.

–Espera, que no acaba ahí. Llego al coche y…

–Te lo han robado.

–No hombre, no. ¿Cómo van a robarme el coche en Nochebuena y en Ochagavía? No arrancaba. Le daba al contacto pero nada. El motor hizo un ruido, un suspiro, y ahí se quedó. La batería.

–¡Pero si funcionaba hacía un rato!

–Misterios de la ingeniería. Lo intenté varias veces, pero no hubo manera. Así que fui en busca de un coche y unas pinzas, pero claro, nadie por la calle, como te puedes imaginar. El pueblo estaba silencioso y muy pacífico. Había luces en algunas casas, pero no me atreví a llamar.

–¿No conocías a nadie?

–Precisamente. Pensé en la tata, la mujer que ayudó a mi madre a criarnos a mis hermanos y a mí. Bueno, ayudaba en eso y en todo. Era como su mano derecha, además de su mejor amiga. Vivió en nuestra casa quince años, hasta que se casó. Y allí fui a probar suerte.

–¿Suerte por si se había mudado?

–Suerte por si seguía viva. Y seguía. Noventagenaria, arrugada y chuchurrida, pero sana y salva.

–O sea, que la encontraste.

–Así es. Llamé a la puerta y me reconoció al instante. Nos habíamos visto en el funeral de mi madre por última vez, hace diez años. Como lloraba aquel día, la pobre. La que más de toda la iglesia. Nos tenía un cariño muy especial a todos nosotros. Siempre decía que fuimos su primera familia y que mis hermanos y yo fuimos casi como sus hijos.

–¿Ella no tuvo hijos?

–Sí, tuvo dos. El primero se fue a vivir a Brasil y el segundo le salió con una parálisis cerebral leve. Uno de estos que se quedan toda la vida como si tuvieran diez años. Santi, se llama este último.

–Y de este ¿qué fue?

–Nada, ahí seguía, cuidando de su madre. Imagina la estampa. Les interrumpí en medio de su cena de nochebuena, los dos solos, en una mesa camilla y con la tele puesta.

–Y ¿qué pasó?

–Craso error mío, había mangado una botella de tinto bueno de las que guarda mi hermano en la bodega de nuestra casa y la llevaba en la mano, y claro, al verme ahí, con el vino bajo el brazo, a las diez de la noche, qué va a pensar, la señora.

–No me lo puedo creer.

–Como para decirles que no. ¡No sabes la alegría que les di! Santi se lanzó sobre mí y casi me tira, y la tata me agarró y me empezó a forrar a besos, igual que hacía cuando tenía yo nueve años. Qué jaleo de gritos, de pronto. Para cuando me quise dar cuenta, Santi ya me había sacado plato, cubiertos y una silla.

–No me lo puedo creer. De verdad que no puedo. Ponnos otras dos cuando puedas, por favor.

–Como te lo cuento. De un momento a otro, me veo en la mesa camilla cenando con la tata y su hijo Santi. Si te contara las tropelías que le hacíamos al pobre Santi de críos… Está vivo de milagro.

–Y ¿cómo fue?

–Entre tú y yo, bonito. Muy bonito. Hacía décadas que no entraba en esa casa. Seguía todo tal y como lo recordaba. En los pueblos no cambia nunca nada, y eso me fascina. Así que dije que sí a todo, me senté y apagaron la televisión. La tata me contó historias de cuando era yo niño, de mis hermanos y de mis padres. Se acordaba de todo con una minuciosidad impresionante. Tenía nuestro pasado perfectamente archivado en su cabeza, como si lo recordara a diario, como si fuera más importante para ella que para nosotros. ¿Sabes qué me contó? Que cuando yo era pequeño, me leía siempre un cuento, una adaptación infantil del pasaje bíblico de Jonás y la ballena. Me contó que era mi cuento favorito y que aunque teníamos una colección entera, a mí, por lo que fuera, me gustaba sólo ese.

–Qué casualidad, como tu hijo.

–Pues fíjate, creo que no es casualidad. Yo siempre quise llamar así a mi hijo y nunca supe por qué. Ni mis abuelos o mi padre se llamaban así, ni nadie que yo haya conocido nunca, pero por alguna razón, siempre me gustó ese nombre. Y la tata, como quien no quiere la cosa, me explicó el porqué.

–¡Que bueno! No te salió en balde, por lo menos. Y ¿cómo fue después?

–Fue maravillosamente. Descorché el vino y cené el mejor cordero asado de mi vida. Santi se acordaba también con mucho cariño de cuando íbamos al monte a disparar a los pájaros, a construir cabañas y a jugar a vaqueros. Menos mal que no se acordaba de cuando lo tirábamos colina abajo en una carretilla… Me sentó bien estar ahí. Fue algo que, pienso ahora, tenía que hacer, aunque sea una vez. Y me gustó hacer felices a la tata y a Santi con mi visita. Me sentí en casa. Pero en mi primera casa. Después pasamos al sofá, pusimos la tele y la tata se quedó dormida enseguida. Le besé en la frente, me despedí de Santi y me fui

–Y ¿las pinzas? ¿el coche?

–Probé de nuevo y esta vez arrancó. Volví a casa sin problemas. Cuando llegué, mi familia iba por la segunda copa, buen humor, turrones y risas. Jonás me miraba con ojos de corderito, pero me senté a su lado, le pasé el brazo por los hombros, le revolví un poco el pelo y asunto zanjado. Les conté la historia y se partieron de risa, y, por una vez, en vez de discutir de política, estuvimos recordando otras historias de la tata y los tiempos de Ochagavía hasta las cuatro de la mañana.

–Y el coche, dices, arrancó sin problemas.

–Sin problemas. A la primera. Ya te he dicho que fue una Nochebuena un tanto accidentada.

–Y que lo digas. Y emocionante, por lo que veo.

–¿Qué tal la tuya?

–La mía bien. Cenamos en casa de mi cuñada, todo riquísimo, dos gin-tonics y a casa.

–Muy bien.

–Sí, muy bien. Muy tranquilo todo. Entonces a la tata no le preguntaste si tenía unas pinzas por ahí, entre la caja de costura, el rosario y los caramelos para la tos ¿no?

–Bueno, tal vez conocían a alguien a quien llamar. Quién sabe. ¿Pedimos la última?

–Claro, por qué no. Y dices que el coche murió y resucitó él solito, por arte de magia. Milagro navideño.

– Eso debió de ser.

–Milagro sería que después de veinte años de amistad, me la intentaras colar y lo consiguieras.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que te entiendo, que muy bien hecho y que no te preocupes. Yo te guardo el secreto.

Bi mandarina eta galtzerdi batzuk

IV. Literatur Lehiaketaren
ipuin irabazlea “Errege Magoen Heraldoa”

Lehenengo Saria: Sara Nahum
Itzulpena: Ion Stegmeier

Bi mandarina eta galtzerdi batzuk, bai. Hori zen amona Isabelek Eguberritan oparitzen zizkidana beti. Eta nik hala maite nuen. Opari horrek atzean zeukan istorioa ezagutzen bait nuen. Askotan entzuna nuen aiton amonek gerran bizi izan zuten goseaz, miseriaz, hotzaz eta beldurraz. Eta, hala eta guztiz ere, Errege Magoek beti utzi zizkieten mandarina parea eta galtzerdiak.  Zeozergatik ziren magoak, eta ez nolanahikoak. Eta ez zegoen opari hoberik.

Mandarinak astean zehar jaten zituzten, gutxinaka gutxinaka, azala eskuetan igurtziz eta usain horrekin lotara joanez, garai oparoago batekin amets eginez. Galtzerdiak igandetan jantziko zituzten, eta aurreko urteetakoak astean zehar. Gauero  garbitzen zituzten, egunsentian berriz ere janzteko. Amonak bazekien garai haiek iraganekoak zirela, baina ez zuen nahi bere bilobak zein gaizki pasa zuten ahaztu zedin, eta, aldiz, nik zein sorte ona nuen jakin nedin nahi zuen. Hori dela-eta, mandarinak eta galtzerdiak derrigorrezko opariak ziren. Nerabezaroan ez nituen ongi hartzen, baina hazten joan ahala errespetatuz eta baloratuz joan nintzen.

Sortaldeko Magoek, ordea, nire oparirik magikoena azken lau urteetan ahaztu egin zuten. Nire amonari Alzheimer-a zuela esan ziotenetik. Lehen urtean amona betikoa ez zela somatu nuen. Mandarinak eta galtzerdi beltz batzuk agertu ziren  ordenagailuaren ondoan, baina segituan jakin nuen berak ez zituela hor ipini.

Zeozer falta zen, bere idazkera perfektoarekin jartzen zuen oharra: “Zure bizitzan duzuna aintzat hartu, Diego. Zorionekoa, zu”. Mezua beti berdina zen. Ez zuen ezta koma bat bera aldatzen. Nire gurasoei eskerrak eman nizkien baina argi esan nien amonak ez bazituen mandarinak eta galtzerdiak jartzen nahiago nuela inork ez jartzea. Gaixotasunak ohitura hori ere eraman zezala, tximiniaren aurreko istorioak eraman zituen bezala, edo Gabon Gaueko karta partidak, polboroiak edo Oilar-meza.

Labearen kanpaitxoak nire pentsamenduetatik atera ninduen. Beste urte bat! Berriz ere Errege gaua, saloitik kabalgata ikusi genuen, txanpanarekin topa eginez eta erroskoaz gozatuz, hori bai urteroko plazerra. Haurrak arbolaren inguruan korrika zeuden eta txoko batean bera zegoen, Isabel, buruan handik guztiz aldenduta.

Eguberri guztietan tren geltokira eramaten gintuen emakumearen arrastorik ez zen somatzen, heldu berriek jasotzen zuten besarkada haiek ikus genitzan egiten zuen. Begirada galdu horren atzean ezinezkoa zen Peñaranda de Dueron iraultza bat izan zen maistra ikustea, eskolara bere kotxea gidatuz eta erretzen zuela heldu zen andra hura.

– Eta prakekin! – amonaren ahotsak nire pentsamenduetatik atera ninduen.

– Nola diozu, amona?

– Egundokoa izan zela herrian prakak neramala komandarina txetik jaisten ikusi nindutenean! – eta barre egin zuen ozenki.

Halakoa zen nire amona. Bere gaixotasunaren aurka borrokatzen zuen, berak jakin gabe. Eta noizean behin buru-argitasun bat azaltzen zuen, guztiok txundituz. Medikuek ohitu ez gintezen esan ziguten, Alzheimer-a oso zabalduta zegoela eta ez zituela horrelakoak askotan izango. Baina txundituta gelditzen ginen, gehiago behar genuenean. Bere ahotsa gehiago entzungo ez
genuela uste genuean sarritan kontatutako istorio labur bat oparitzen zigun.

– Errege gaua magikoa da, Diego – esan zidan oheratzen nuen bitartean- Nola ez da magikoa izango guztiok, handiak eta txikiak, egun batez Sortaldeko Mago batzuekin amesten badugu! Nola ez da magikoa izango guztion artean haurrei inoiz kontatu den
gezur politena ezkutatzen badiegu!

Eta bapatean begiratu ninduen eta jakin nuen jada ez zegoela.

Egonezin horrekin sartu nintzen ohera. Eskertzen nituen bera izatera bueltatzen zen une horiek, baina hainbeste mintzen ninduen berriz ere hori galtzeak. Eta orduan ikusi nuen. Nire kirol zapatiletan bi mandarina eta galtzerdi batzuk zeudela.  Beldurrez gerturatu nintzen, sorginkeri bat apurtuko balitz bezala, eta makurturik ohartu nintzen behekaldean ikusten zena
letra elegante eta perfekto bat zeraman txartela bat zela: “Zure bizitzan duzuna aintzat hartu, Diego. Zorionekoa, zu”.

Ez nuen inoiz hain ongi ulertu mezu hori.

Dos mandarinas y unos calcetines

Premio IV Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2014

Primer premio: Sara Nahum
Dos mandarinas y unos calcetines

Dos mandarinas y unos calcetines, sí. Eso es lo que la abuela Isabel me regalaba todas las Navidades. Y a mí me encantaba. Porque sabía la historia que tenía este regalo detrás.  Había oído cientos de veces lo mal que lo pasaron mis abuelos durante la guerra, el hambre, la miseria, el frío y el miedo que habían sufrido. Y, sin embargo, ningún año olvidaron los Reyes Magos dejarles en el zapato las mandarinas y los calcetines. Por algo eran magos ¡Y de los buenos! Y no había presente mejor.

Las mandarinas se las iban comiendo a lo largo de la semana, disfrutando cada gajo, racionándolos, frotándose las manos con sus cáscaras para no perder nunca ese olor dulzón que exprimían al máximo para poder dormirse soñando con tiempos mejores. Los calcetines se convertían en los calcetines de los domingos y los del año anterior, ya remendados varias veces, pasaban a la colección de la semana. Medias que se lavaban todas las noches para ponérselas de nuevo cuando amaneciera. Y aunque la abuela era consciente de que ésos eran tiempos ya pasados no quería que su nieto olvidara lo mal que lo habían pasado, lo afortunado que era yo por tener una vida mucho más sencilla y desahogada. Así que las mandarinas y los calcetines eran regalo obligado. Acompañado de bufidos durante mi adolescencia, y valorado
y respetado en cuanto crecí un poco.

Pero los Magos de Oriente llevaban cuatro años olvidando mi regalo más mágico. Justo el tiempo que hacía que a mi abuela le habían diagnosticado Alzheimer. El primer año, cuando yo ya había notado que ya no era la misma, me sorprendí al ver dos mandarinas y unos calcetines negros junto al ordenador nuevo al que le rodeaba un gran lazo rojo. Supe en cuanto me acerqué que mi abuela no estaba detrás de ese regalo. Faltaba algo, la nota que siempre dejaba escrita con esa caligrafía perfecta y elegante. “Valora lo que tienes, Diego. Eres un afortunado”. El mensaje siempre era el mismo, ni las comas cambiaban de un año a otro. Agradecí a mis padres el gesto, pero dejé claro que si no era la abuela quien me dejaba las mandarinas, prefería que nadie lo hiciera. Que la enfermedad se llevara también la tradición, igual que se había llevado las historias frente a la chimenea, los recuerdos, las partidas de cartas en Nochebuena, los polvorones caseros y la misa del gallo a la que ya nadie iba sin ella.

La campana del horno me sacó de mis pensamientos. ¡Un nuevo año más! me daba hasta vértigo. De nuevo estábamos en la noche de Reyes, habíamos visto la cabalgata desde el salón, brindando con champán y disfrutando del rosco, ese placer anual que en casa nos encanta. Los niños corrían alrededor del árbol y en una esquina estaba ella, Isabel, completamente ausente.

Ya no quedaba nada de la mujer que nos llevaba a la estación de tren todas las Navidades para ver cómo la gente abrazaba a sus familiares recién llegados, suponíamos, desde muy, muy lejos. No se podía adivinar detrás de esa mirada perdida a la maestra de pueblo que revolucionó Zazuar llegando a la escuela conduciendo su coche y fumando.

− ¡Y en pantalones! – La voz de mi abuela me sacó de mis recuerdos.

− ¿Cómo dices, abuela?

− ¡Que menuda fue la que lié en el pueblo cuando me vieron bajar del coche en pantalones! – Y rió con una fuerza y unas ganas que nos contagió a todos. Mi abuela era así. Luchaba sin saberlo contra su enfermedad y de vez en cuando tenía momentos de lucidez que nos dejaban a todos hipnotizados. Los médicos nos decían que no nos acostumbráramos, que tan avanzado como estaba el Alzheimer era ya muy raro que los tuviera. Pero siempre nos sorprendía, en el momento que más lo necesitábamos, cuando ya pensábamos que no volveríamos a escucharla nos regalaba una breve historia mil veces contada.

− La noche de Reyes es mágica, Diego – me dijo mientras la acostaba en la cama – ¡Cómo no va a ser mágico que todos, grandes y pequeños, soñemos por un día con unos Magos de Oriente. Cómo no va a ser mágico que entre todos ocultemos a los niños la mentira más bonita que se ha contado jamás!

Y de repente me miró y supe que ya no estaba. Un poco desazonado me metí en la cama. Agradecía esos momentos en los que volvía a ser ella pero me dolía tanto perderla otra vez. Y entonces lo ví. Dentro de mis zapatillas de deporte había dos mandarinas y unos calcetines. Me acerqué con miedo, como si fuera a romper un hechizo y agachado de puntillas comprobé que lo que asomaba por debajo era, efectivamente, una tarjeta con una letra perfecta y elegante: “Valora lo que tienes, Diego. Eres un afortunado”.

Nunca había entendido mejor ese mensaje.

La postal

Premio III Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2013

Accesit: Katrin Pereda
La postal

«Pero mira cómo beben los peces en el río, pero mira cómo beben por ver al Dios nacido», los villancicos sonaban en el portal 24 de la calle San Jerónimo desde el 16 de diciembre. Lo sabía porque cada día tachaba un día en el calendario de su agenda de propaganda. Ya llevaba 355 días marcados con un rotulador rojo. Hasta la tinta, cada vez más débil, parecía notar que un año, otro más, estaba a punto de pasar página.

Faltan cinco días, vieja, cinco días – afirmó con una voz ronca y grave. Hay que organizarse, ¿eh? Pensar en todos los preparativos, este es nuestro momento vieja, tú lo sabes, recuerda que es nuestro momento. Granuja, una tan preciosa como escuálida perra goldier, se irguió sobre las rodillas de su amo. Sí, tú también estás nerviosa.

Las luces navideñas, colocadas en las estrechas calles del Casco Antiguo, transformaban la ciudad en otro escenario. Estrellas, ciervos plateados, pequeños olentzeros y belenes dispuestos en los escaparates adornaban los comercios. ¿Lo notas vieja?, la calle cambia. Las castañas, – hinchó los pulmones y aspiró el olor que desprendía una docena de ellas – qué ricas, ¿tomaremos unas? Se palpó los bolsillos de un pantalón vaquero añejo y algo roído. Hoy no hay mucho oro, esperaremos a nuestro día. Granuja se resistió a seguir caminando. No, hoy no – zanjó rotundo.

Tras guiñar un ojo a Granuja, observó el escaparate rústico y de un verde descolorido de una librería fundada en 1941, tal y como anunciaba el rótulo en una caligrafía que se diferenciaba mucho de las tiendas que le rodeaban. El reflejo le devolvió su imagen: profundas amigas surcaban una frente morena y desgastada en la que destacaban unos ojos marrones grandes como los de un búho. Acostumbrados a la noche y a la supervivencia. La nariz, aguileña, acompañaba ese retrato. Le seguía una barba poblada de hacía…ya no sabía cuántos días y un pelo, negro como el carbón y enmarañado como unas raíces entrecruzadas, le caía hasta el cuello. Cómo hemos cambiado, Granuja. Sin dar más tiempo a sus cavilaciones (para eso ya tenía todo el día), entró. Le habían gustado las postales.Un olor a libro apolillado le recibió. En un primer vistazo, percibió montones de obras de toda clase de portadas y tamaños que se amontaban en unas débiles estanterías formando hileras interminables a punto de sucumbir ante un mal movimiento.

-¿Puedo ayudarle en algo?- una voz femenina y risueña le inquirió tras el mostrador.

Se dio la vuelta. Lo primero que le llamó la atención fue su pelo. Ondulado y moreno, le caía sobre los hombros. Después, su mirada. Hacía tiempo que no veía una así. Unos ojos verdes y transparentes. Y, ahora que lo pensaba, ni conversaba con gente así.

– Gracias, eh, sí. Busco una postal. Una postal – repitió la palabra con el respeto de quien pronuncia un rezo.

– Muy bien – respondió ella. Tenemos para felicitar la Navidad, como recuerdo de la ciudad, para bodas, cumpleaños…

– Una bonita. La más bonita que tenga. Una que a usted -ella carraspeó que a ti te gustaría recibir.

Admito, con la distancia que te otorga el pasado, que; por un instante, aquel hombre me fascinó. Había tal sentimiento en sus palabras que deseé, ya digo que por un instante, que yo fuera su destinataria. Me esmeré: una por una observé detenidamente cada silueta, color y letra que formaban las 84 postales que encontré. Abrí los paquetes recién llegados y soplé el polvo que cubría a las de hacía años. Las cogía y me dejaba transportar por su mensaje. Me di cuenta de que algunas eran frías, simples felicitaciones para cubrir el guión o ganarse el cordero, otras planificadas y ejecutadas en cinco minutos, las había bellas; pero vacías, y otras lejanas, producto de otros tiempos. Ninguna era mala, pero a la altura de lo que ese hombre pedía… no la encontré.

-Por favor, vuelve mañana. Aún quedan algunas más- le rogué.Él me miró, asintió y se marchó.

No ha habido suerte, Granuja. Pero la chica se ha portado bien. Dentro de unas horas, quedarán cuatro días. San Jerónimo nos espera.

Al día siguiente, a las seis en punto, aquel hombre volvía a entrar en la tienda. Respiré aliviada. Hora tras hora miraba el reloj situado frente a la puerta, esperando su visita. Quería estar a la altura de su petición. De esa postal. Pero el proceso volvió a ser el mismo y el resultado también. No supe qué decirle, más que pedirle una vez más que por favor tuviera paciencia. Mañana llega la última remesa, le anuncié.

-No te preocupes- me contestó él.

-¿Cómo te llamas?- pregunté, curiosa

-Santiago, pero todos me conocen como El Búho. No hace falta que te explique por qué, ¿no? Con una media sonrisa, y sus grandes ojos destilando picardía, se marchó.

Granuja supo que, ese día, tampoco la fortuna se había presentado. Se acomodó en un rincón guarecido del viento -pero no del frío-, que hacia esquina con el portal 24 de la calle San Jerónimo, un pasaje lleno de porches, jardines y familias jóvenes. En una manta azul, del grosor de un dedo pulgar, que escasamente cubría su cuerpo (debía encoger sus piernas para que sobrara unos centímetros) y alcanzaba el cuerpo de Granuja, sacó de su cartera una foto de carnet. Apenas se diferenciaba los rasgos, y los colores que años atrás daban vida al rostro no eran ahora más que un barrido difuso. Desde hacía cinco años, él tenía 47, ya no la acariciaba por miedo a perder su imagen, pero no resistió la tentación de dormir junto a ella, apoyándola en un jersey de lana transformado en almohada. De esta forma, cada vez que abría los ojos, la veía.Abrí el último paquete de postales antes de que él llegara. No quería que volviera a perder otra tarde viendo a una mujer obsesionada por la caligrafía, el color y la emoción que transmitía un papel doblado. Ésta vez fueron 20 postales. En la última, los dedos me temblaron ligeramente. Frío y fin de un año. ¡NO podía causar esa impresión! La idea se plasmó antes de que fuera consciente de lo que hacía. Doblé un folio y dibujé un pino con multitud de ramas, tantas que sobrepasaron los límites del papel. En cada rama colgaba una letra y un espacio en blanco. Y en la punta, una circunferencia. Observé el resultado, cerré los ojos y sonreí.

Las campanas anunciaron las seis de la tarde. Santiago atravesó la puerta. Expectante, ya que el tiempo se agotaba, le miré. Un leve movimiento de cabeza sirvió para que sus ojos vislumbraran mi postal. Asintió. Asentí. Se fue.

Granuja comprendió que era esa. La postal. Durante esa tarde, la víspera de Nochebuena, compartió generosamente el silencio de su amigo.

¡Ha llegado otra postal!- Carlos, de seis años, rompió en tres trozos el sobre blanco sin remitente. Una mano delgada y fina le arrebató a Carlos su hallazgo antes de que éste pudiera decir más.

«Te regalo todas las letras del mundo para que puedas componer las mejores palabras para ti y las tuyos. Te dejo espacios en blanco, para cuando el silencio diga más. Cada año crece un poco más tu recuerdo y a mí me hace feliz. Esta noche, como todas, te deseo lo que no tiene principio fin porque es eterno»

Carlos fue más rápido que su madre. ¡Pero si no dice nada!, exclamó decepcionado.

-Hay postales y noches que contienen almas-, susurró ella, mirando al cielo.

Granuja, hoy es nuestra noche.

Daños colaterales

Premio III Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2013

Accésit: Sara Nahum
Daños colaterales

Odiaba a las Barbies. Tan perfectas, tan altas, tan delgadas, tan rubias… pensaba en sus largas piernas mientras se metía otro trozo de turrón en la boca. ¿A quién se le había ocurrido la genial idea de colocar tan cerca la bandeja? Había perdido la cuenta de los dulces que se había comido esa noche. El resto de las chicas dormía. Estaba claro que si Anuska estuviera despierta habría respetado el régimen a rajatabla. ¿Qué demonios significaba a rajatabla? Se lo preguntaría mañana a Valentina.

Olga era un juguete artesanal. Como todas sus compañeras había nacido en Rusia. Un maestro carpintero las había moldeado y pintado a mano. Una a una. Se sentía especial. Por eso, y porque era la única del juego que no se desmontaba. La más pequeña de todas la Matrioskas, la única que conseguía un «Ohhhh» cuando aparecía después de Ninoska. La favorita de los niños. Le gustaba la Navidad. Llevaba mucho tiempo disfrutándola desde un lugar privilegiado: la estantería del salón de los abuelos. Bueno, abuelos ahora. Cuando ella los conoció eran una pareja de recién casados que entre los muchos regalos de la Luna de Miel se llevaron en la maleta un juego de Matrioskas. Y así, colocadas en fila, habían visto pasar la vida de toda la familia. De todas las noches, le parecía especialmente mágica ésa, la de Nochevieja. El ver a la familia atragantándose de la risa con las uvas, brindando por el año nuevo con cientos de propósitos e ilusiones puestos en él, el pase de disfraces de los nietos mayores, cada año más originales, más divertidos… y las mismas frases de la abuela: «Vais a pasar frío», «¿salir a estas horas? Yo ni aunque me paguen”… y la decadente gala de televisión y los primeros bostezos y ese momento de soledad frente a la bandeja de turrón que ahora disfrutaba. A su alrededor, el Belén con aquellas figuritas tan simpáticas a las que conocía bien, el árbol con sus adornos y las cajas con libros que llenaban el salón. ¡Las cajas! Por un momento había olvidado que sería la última Navidad en aquella casa. En un par de días abandonarían el que había sido su hogar durante tantos años. Siempre supo que los abuelos volverían al pueblo. Les había oído soñar en alto cientos de veces. Ese momento había llegado Olga recordó su primer día allí, la agitación de las chicas en la maleta, los nervios de no saber cuál iba a ser su lugar y tantas y tantas tardes jugando con los niños… y así, con una sonrisa, se fue quedando poco a poco dormida.

Le despertaron los gritos de Anuska al ver la bandeja del turrón vacía. Eso, y un terrible dolor de tripa.

– Como ya sabéis, en un par de días nos mudamos de casa, escuchó decir a Irina. Ya han empezado a meter todo en cajas y nos llegará pronto el turno. Ya no recuerdo la última vez que jugaron con nosotras así que chicas, esta noche, cuando todos duerman, nos reuniremos para ensayar la formación.

Llegó la noche y de nuevo se encontraron a Olga rodeada de papeles de polvorones vacíos. Comiéndose una última peladilla saltó confiada para introducirse, como tantas otras veces, en Ninoska pero… Oh, Oh… No hubo manera. Intentaron meterla a presión, a rosca y del revés, pero ninguna de las ideas funcionó.

– ¡Los turrones!, gritaba Anuska

– ¡Me haces daño!, se quejaba Ninoska

– ¡Lo siento! Las barbies…- balbuceaba Olga, – ¡Sabéis que me vuelve loca el Suchard! Nunca en casa de los Arditti hubo una crisis como aquella.

Pidieron consejo a Melchor que ya se encontraba cerca del portal de Belén, al pastor, a la frutera del pueblo y hasta al mismísimo San José, por esto de que era carpintero, pero poco pudieron hacer. Olga mientras tanto hacia abdominales como una loca y corría alrededor del río.

– Yo hice la dieta Dunkan y me fue fenomenal, le dijo la lavandera.

– Es mejor la Montignac que te deja comer chocolate, añadió la panadera.

– ¡No hay tiempo de dietas!, gritaba desesperada Irina caminando nerviosa a un lado y a otro de la estantería. Nadie querrá unas Matrioskas que no encajan…

– ¡Nos tirarán a la basura!, se lamentaba Anuska.

Faltó esto para que se desatara la locura. Todas las muñecas rusas gritaban nerviosas, se abrazaban unas a otras, lloraban desesperadas…

Y entre todas las voces se alzó la de Valentina.

– Estuvimos juntas cuando a Katiuska se le desconchó la pintura, cuando la parte de abajo de Misha desapareció durante días y cuando Natasha se enamoró del pescador del Belén y se lo quitó la lavandera. Y de todas esas ocasiones conseguimos salir porque nos apoyamos las unas en las otras. Esto no va a ser diferente. Si Olga no puede adelgazar sólo queda una solución. Traed todos los turrones, mantecados y pastas que encontréis por casa. Espero que tengáis hambre, amigas, ésta va a ser una larga noche…

El extraño personaje

Premio III Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2013

Primer premio: Ángel Unzu Munárriz
El extraño personaje

Abrí la puerta mientras intentaba sujetar el paraguas, el bolso y las bolsas repletas de regalos. Estas últimas las escondí tras el mueble de la sala de espera. No es muy profesional que un paciente vea que llegas tarde a su cita por ir a hacer compras.

Detrás de su mesa y su teléfono, Marta me lanzaba una mirada tensa.

– Lo sé – Contesté -. Pero ya sabes cómo son estos días con el tráfico y la gente en la calle.

– No lleva mucho esperando, pero está bastante nervioso.

-Será algo de estrés, típico en estas fechas

-No lo creas. Es un personaje algo extraño. Lleva un traje muy raro y dice cosas sin sentido.

-¿Qué te ha dicho?

-Algo de una lanzadera de estrellas. Creo que podría ser esquizofrenia.

Me quité el abrigo y me dirigía la puerta de mi consulta.

-Oye, que aquí los diagnósticos los hago yo.

Sobre la butaca, esperaba un hombre joven, aunque hubiera sido difícil calcular su edad. Tenía una piel rosácea y sus rizos dorados caían sobre su frente. Su mirada perdida contrastaba con sus manos, cuyos dedos no paraban de enredarse. Pero lo que llamaba la atención era la túnica blanca que llevaba.

– Buenas tardes, soy la doctora Rodríguez, lamento el retraso.

Me senté y le tendí la mano. Cuando me la estrechó, sentí que su palma me quemaba. La agité pero me la agarraba con tanta fuerza que tuve que resistirme.

-Encantado, yo soy Gabriel.

Intenté concentrarme en mi paciente mientras sacudía la mano escondiéndola tras la silla.

– Está bien, Gabriel… Dígame… ¿Por qué ha decidido acudir al psicólogo?

– Me lo recomendaron. Todos los años, por estas fechas, estoy sometido a mucha presión y temo por mi salud.

«Lo sabía», pensé. «Sólo es estrés, así de sencillo.»- Es normal, el trabajo aumenta para muchos durante la Navidad y es una época decisiva para muchos negocios. Dígame, Gabriel, ¿a qué se dedica?

-Soy ángel.

-Perdón, le había entendido mal. A ver, Ángel, ¿a qué se dedica?

-Soy ángel.

-Sí, ya le he oído, Ángel. Ahora dígame, ¿cuál es su profesión?

-Se lo acabo de decir.

El dolor de la mano desapareció.

-¿Cómo ha dicho?

-Le he dicho que soy ángel.

Me quedé en silencio, reflexionando sobre el sentido que debía dar a esas palabras. Aquel tipo me miró como si los papeles se hubieran cambiado y, ahora, la loca fuera yo.

– ¿Me está diciendo que usted es un ángel?- Es lo que le he estado repitiendo hasta ahora.

– ¿Un ángel del cielo?

– Sí, claro. ¿De dónde cree que vienen los ángeles?

Torció la cabeza y me lanzó una mirada de desconfianza.

– Bueno… – continué – . En realidad, no sé a qué se dedica un ángel.

– Eso depende. Yo soy el organizador del nacimiento del Mesías.

– Perdone, pero le voy a hacer una pregunta médica. ¿Está bajo algún tratamiento o toma alguna medicación?

– ¿Pero qué está insinuando? ¿Qué estoy loco? – El «ángel» se alteró -. Mire, he venido porque estoy muy nervioso y temo que esto pueda afectar a mi trabajo, que es de máxima responsabilidad. Y si vengo estresado y usted me estresa más, ¡menudo negocio estoy haciendo!

Volvió a clavarme otra de sus miradas: nunca directas del todo, entre temerosas y acusadoras. Y continuó.- O menudo negocio está haciendo usted, que me cobra por empeorar mi problema.

Me ausenté diciéndole que prepararía un par de tazas de té para relajarnos. Mientras, pensaba que, entre todos los mis pacientes, nunca había tenido a un personaje como este. Traté de consolarme diciéndome que, tal y como él me había dicho y yo había pensado en un principio, sólo era estrés debido al trabajo.

De nuevo en la consulta, tendí al ángel su taza.

– Veamos, Gabriel, explíqueme en qué consiste su trabajo. Ha dicho que es de mucha responsabilidad.

– Así es. Comienzo con la anunciación a María. Le hago una visita y le digo que ha sido la elegida para dar a luz a Jesús. No suele ser difícil convencerla. Luego, firmamos el contrato y me despido de ella.

– ¿Firmáis un contrato? – exclamé.

– Si, es lo lógico. No podemos permitir que trabaje sin Seguridad Social ni nada.

Volví a quedarme inmóvil e intenté asentir con los músculos de mi cara paralizados, como un robot.- Continúe, por favor.

– Pero estos días son los peores. Debo acompañar a María y su marido, José, a Belén. Tengo que buscarles un alojamiento, convocar al resto de ángeles para que lo anuncien a los vecinos del pueblo y puedan venir a verle… También debo coordinar la llegada de los pastores, lanzar la lluvia de estrellas, recibir a los reyes … y no doy abasto. Y, así, año tras año.

– Ya… sí… es mucho trabajo. Mi secretaria me ha comentado algo de una lanzadera de estrellas.

– ¡La lanzadera! ¡Ese trasto nunca ha funcionado pero se niegan a cambiarlo!

– ¿Para qué sirve una lanzadera de esas?

– Para crear una lluvia de estrellas en dirección a Belén y que, así, todos los reyes del mundo sepan dónde ha nacido Jesús.

– ¿Pero eso no se lo indica una estrella fugaz?

El ángel se incorporó del sillón y alzó las manos, haciendo que su túnica volara.- ¿Con una sola estrella? – gritó -. ¡Nadie se entera! La lanzadera funciona tan mal que sólo puede lanzar una.

– Pero cumple su misión.- Respondí para tranquilizarles. – Los tres Reyes Magos siempre acuden.

-¡Sólo tres reyes! – Se levantó y empezó a deambular por la habitación -. Tendrían que venir muchos más, de todos los países, pero sólo tres logran ver la estrella. Y, a pesar de ello, se pierden por el camino y no logran encontrar el portal. Se despistan y acaban en el castillo de Herodes.

-¿Y cuál es el problema?

-¡Es una tragedia! ¡Van a Herodes y preguntan por el rey de los judíos! ¿A quién se le ocurre? Entonces, Herodes se enfada, decide perseguir a todos los niños y a mi me toca organizar una huida por el desierto.

-Le entiendo. Pero son pequeños problemas que se presentan.

-No me entiende. Todo acaba saliendo mal. No hay manera de encontrar sitio en ninguna posada, así que la familia debe alojarse en una cuadra. ¿Sabe la bronca que me llega de arriba por eso?-Yo creía que el hecho de que Jesús naciera en un portal era una muestra de humildad.

-¡Es un error de previsión! Y, después, empiezan a llegar los pastores y no hay forma de que guarden una fila en condiciones. Los regalos se amontonan y algunos vecinos se quejan por el ruido. ¿Pero qué más puedo hacer yo?

-Por favor, Gabriel, siéntese -Logré que se tranquilizara mientras yo iba asimilando todo lo que había oído. Recordé el Belén que, de niña, ponía siempre en la chimenea: el portal, los pastores, los tres reyes acercándose al final del camino, el ángel, la estrella… ¿Era posible que todas las historias que siempre había oído acerca de la Navidad fueran el error de aquella extraña persona? – . Gabriel, escúchame. Vives muy agobiado con un trabajo que creo que no te motiva. ¿Crees que vale la pena seguir con él? ¿Te compensa todo esto?

El ángel se ausentó sumergiéndose en sus propios pensamientos. Seguramente pensaba en los pocos ratos de tranquilidad en las afueras de aquel pueblo que para mí siempre había tenido campos de musgo, casitas de corcho y un cielo de papel de celofán. El ángel esperaría esos momentos en los que poder acercarse a ese niño que yo siempre había visto inmóvil en un pesebre, pero cuya mirada y sonrisa él conocía muy bien, pues la recibía año tras año.

– Claro que vale la pena. – Me susurró sin interrumpir su momento de ensoñación. – Todas las veces que haga falta.

 

Una navidad esperada

Premio II Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2012

Si por algo destacaron los relatos ganadores del II Certamen Literario «Heraldo de los Reyes Magos» fue por la emotividad que dejaban translucir en sus líneas y más cuando fueron relatados por Javier Baigorri en la entrega de premios, de una manera que sorprende incluso a sus autores.

«Una Navidad esperada», de la periodista Marialuz Vicondoa fue el título del cuento ganador, donde se narran los sentimientos de un niño disponible para ser adoptado. La incógnita se desveló el día 1 de febrero, en el salón Taittinger del hotel Palacio Guendulain al que acudieron más de 100 personas.

El Concurso de cuentos para periodistas «Heraldo de los Reyes Magos» está organizado por la Asociación de Periodistas de Navarra y la Asociación Cabalgata Reyes Magos de Pamplona.

«Me han dicho que, por fin, esta vez van a llegar. Que estas navidades vendrán a buscarme y que me iré con ellos, al país donde no hace frío y donde todos los niños, eso me han dicho, tienen unos papás. Yo, aquí, tengo mamilas, pero son muy pocas para todos los que estamos».

Así comienza el cuento de la ganadora, un relato en el que la esperanza que un niño deposita en la figura del Niño Jesús desempeña un importante papel hasta el final.

El relato del primer accésit, «Christmas Alley», de Mikel Ilundáin, comienza y termina en un callejón sombrío donde un gánster va a ser asesinado por su amigo a punta de pistola. Ante su certera muerte, la víctima apela a lo único que le puede salvar de su inminente ajusticiamiento. «No lo hagas Joe, es Navidad» son las palabras que salen de su boca y que tratan de impedir el fatal desenlace.

Maite Sánchez Insausti en «Navidad en mi armario», galardonado con el segundo accésit, nos cuenta el ajetreo que vive en las fechas navideñas a modo de diario. La autora va relatando toda la actividad que se inicia desde el mismo momento en el que comienza a llenar su armario de regalos hasta que todo se queda en calma tras pasar por los distintos eventos que rodean la Navidad, como la Nochebuena, Nochevieja, la llegada de los familiares que vienen de fuera, la Cabalgata y otros acontecimientos.

Pablo Ojer obtuvo el tercer accésit con «La Navidad perdida». Se trata de otro emotivo relato en el que se detalla la cruda realidad de un niño de 6 años, cuyo padre no celebra la Navidad porque su esposa falleció un día de Nochebuena. En el relato asistimos a la vuelta del niño a una Cabalgata de Reyes y la situación mágica que en ella vivirá.

El jurado en esta edición estuvo formado por Pedro Lozano Bartolozzi, como presidente; los vocales Arturo Gracia, Xabier Martínez de Álava y Javier López de Munáin y el secretario, Gabriel Pérez. Pedro Lozano dio apertura al acto mencionando el título del tercer accésit. Lectura y silencio sepulcral, roto por los aplausos al terminar cada lectura. Así hasta llegar al último.

Emoción sobre emoción la que transmitieron cada uno de los cuentos finalistas.

Primer premio: Marialuz Vicondoa Álvarez
Una navidad esperada

Me han dicho que, por fin, esta vez van a llegar. Que estas navidades vendrán a buscarme y que me iré con ellos, al país donde no hace frío y donde todos los niños, eso me han dicho, tienen unos papás. Yo, aquí, tengo mamilas, pero son muy pocas para todos los que estamos.

Además, cada día vienen unas y se van otras. Las que siempre están son las monjas, aunque creo que pronto se morirán porque son un poco viejecitas.

Ayer oí decir a la hermana Agustina que iban a pedir más camas al obispado, que no sé muy bien qué es, pero es alguien a quien queremos muchos porque cuando vamos a rezar pedimos por él, para que nos traiga, además de camas, colchones, pañales, leche y libros para la escuela.

Aunque la verdad es que ahora vamos muy poco porque no vienen los profesores desde hace mucho.

Bueno, por eso tengo muchas ganas de que llegue la Navidad. Me han dicho que esta vez es seguro y que no ocurrirá como hace unos meses, cuando ya estaba todo preparado y yo estaba ansioso y nervioso… pero al final me dijeron que no podía ser, que había habido un retraso en unos papeles no sé de qué. Los días siguientes no pude comer, ni levantarme de la cama. Me quedé enfermo, quieto, sin hablar, soñando con lo que no había sido y lo que deseaba que fuera.

Poco a poco me he recuperado y ahora dicen que ya estoy bien, como los demás, aunque le he escuchado decir a una señora muy importante que ha venido que le decía a la hermana Martina que estos niños, por nosotros, miramos sin mirar. Yo no le he entendido muy bien, pero luego nos han dicho que había dejado un montón de dulces y de galletas para el refrigerio.

Ahora cuento los días que faltan para la Navidad. Entre todos hemos puesto el Belén, como otros años, en la entrada, y todos los días pasamos a verlo y a rezar. Aunque no me lo digan, yo también sé que tenemos tanto cuidado en poner el Belén porque hay un día en el que un grupo de personas vienen a visitarnos, a nosotros o al Belén, eso no sé. Pero sí que sé, porque lo veo siempre, que se quedan ahí parados, en la entrada, como no queriendo pasar, sonríen mucho y nos aplauden cuando terminamos de cantar junto al Belén.

Después se van y dan unos paquetes que las hermanas se llevan corriendo, como escondiéndolos. El otro día, mientras cantábamos, noté que la hermana Agustina me señalaba con la mirada y una de las señoras que estaba con ella movía la cabeza de arriba hacia abajo. Cuando se fueron me acerqué al niño Jesús, porque estaban muy cerca de él cuando hablaban por lo bajo. Y me dijo que sí, que habían dicho que ya estaban listos los últimos papeles y que pronto vendrían a por mí.

Me da miedo hacerme ilusiones, no me vaya a ocurrir lo de la otra vez. Porque, a ver si me va a pasar como le ocurrió a Orlando, que después de decirle varias veces que venían a buscarle se quedó aquí hasta hace unos meses, que se lo llevaron a otro sitio porque decían que ya era muy mayor para estar con nosotros. No sé por qué le veían mayor, sólo tenía seis años y, además, por una cosa que tenía, dicen que desde que nació, no podía hablar y llevaba pañal, por lo que todavía parecía más pequeño. Por eso me da miedo que me pase como a él, que me dejen aquí y que luego me lleven a otro sitio que no conozco, porque yo ya tengo 5 años y veo que los niños que se marchan son siempre más pequeños.

Pero ¡no importa¡ Desde que me lo dijo el niño Jesús, voy todos los días a visitarle, por si se ha enterado de algo más. Esta mañana me han mandado a duchar y lavar el pelo y me han puesto una ropa que no había visto antes. La hermana Agustina, que es la que más manda aquí, me ha dicho sonriente que hoy es el día.

A todo correr he ido al Belén, a preguntarle al niño Jesús si era verdad. Y, ¡puf¡ me ha dicho que sí, que es verdad, que hoy llegan a buscarme. Han venido y me han besado, mientras los demás niños observaban envidiosos desde la verja. Me han mirado mucho e incluso he visto que a la señora se le escapaba alguna lágrima que enseguida se ha limpiado. Me han dicho que vienen de muy lejos, así que igual es por eso, que está cansada. Me han traído unas pinturas y un coche. He notado como mis compañeros no me quitaban la vista.

Después, se han acercado y me han rodeado, tocándome como si eso sirviera para que a ellos también les pasara. Pero sólo yo les podía dar besos, sólo a mí me sonreían, sólo a mí me miraban. Les he enseñado todo, como si no me fuera a dar tiempo de nada, para que ni ellos ni yo olvidáramos el que había sido hasta entonces mi hogar. Quería retenerlo todo, les mostré el patio de juegos, el jardín, el cuarto de las bicis, mi cama y, cómo no, les he llevado a la entrada y les he enseñado el Belén. Quería que tú, niño Jesús, les vieras bien. Ya me he dado cuenta de que les conocías y de que tú les habías traído. Ellos te miraban. Yo, en silencio, me retiré un poco hacia atrás, por si teníais que hablar de vuestras cosas.

Me alejaba, sin maleta, con una ropa y unos padres a quien no había visto nunca, pero me iba con la cabeza hacia atrás, porque quería verte hasta el final. Se abrió la puerta, y mientras desaparecía de la mano de mis padres hacia un país donde hay familias, mantuvimos la mirada hasta el final.

Fue suficiente.

La Asociación Cabalgata Reyes Magos de Pamplona cuenta con el sello MECNA del Gobierno de Navarra por estar considerada una iniciativa cultural de interés social.

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