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Dos mandarinas y unos calcetines

16 Abril 2015

Premio IV Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’ de Cuentos de Navidad 2014 Primer premio: Sara Nahum Dos mandarinas y unos calcetines Dos mandarinas y unos calcetines, sí. Eso es lo que la abuela Isabel me regalaba todas las Navidades. Y a mí me encantaba. Porque sabía la historia que tenía este regalo detrás.  Había oído cientos de veces lo mal que lo pasaron mis abuelos durante la guerra, el hambre, la miseria, el frío y el miedo que habían sufrido. Y, sin embargo, ningún año olvidaron los Reyes Magos dejarles en el zapato las mandarinas y los calcetines. Por algo eran magos ¡Y de los buenos! Y no había presente mejor. Las mandarinas se las iban comiendo a lo largo de la semana, disfrutando cada gajo, racionándolos, frotándose las manos con sus cáscaras para no perder nunca ese olor dulzón que exprimían al máximo para poder dormirse soñando con tiempos mejores. Los calcetines se convertían en los calcetines de los domingos y los del año anterior, ya remendados varias veces, pasaban a la colección de la semana. Medias que se lavaban todas las noches para ponérselas de nuevo cuando amaneciera. Y aunque la abuela era consciente de que ésos eran tiempos ya pasados no quería que su nieto olvidara lo mal que lo habían pasado, lo afortunado que era yo por tener una vida mucho más sencilla y desahogada. Así que las mandarinas y los calcetines eran regalo obligado. Acompañado de bufidos durante mi adolescencia, y valorado y respetado en cuanto crecí un poco. Pero los Magos de Oriente llevaban cuatro años olvidando mi regalo más mágico. Justo el tiempo que hacía que a mi abuela le habían diagnosticado Alzheimer. El primer año, cuando yo ya había notado que ya no era la misma, me sorprendí al ver dos mandarinas y unos calcetines negros junto al ordenador nuevo al que le rodeaba un gran lazo rojo. Supe en cuanto me acerqué que mi abuela no estaba detrás de ese regalo. Faltaba algo, la nota que siempre dejaba escrita con esa caligrafía perfecta y elegante. “Valora lo que tienes, Diego. Eres un afortunado”. El mensaje siempre era el mismo, ni las comas cambiaban de un año a otro. Agradecí a mis padres el gesto, pero dejé claro que si no era la abuela quien me dejaba las mandarinas, prefería que nadie lo hiciera. Que la enfermedad se llevara también la tradición, igual que se había llevado las historias frente a la chimenea, los recuerdos, las partidas de cartas en Nochebuena, los polvorones caseros y la misa del gallo a la que ya nadie iba sin ella. La campana del horno me sacó de mis pensamientos. ¡Un nuevo año más! me daba hasta vértigo. De nuevo estábamos en la noche de Reyes, habíamos visto la cabalgata desde el salón, brindando con champán y disfrutando del rosco, ese placer anual que en casa nos encanta. Los niños corrían alrededor del árbol y en una esquina estaba ella, Isabel, completamente ausente. Ya no quedaba nada de la mujer que nos llevaba a la estación de tren todas las Navidades para ver cómo la gente abrazaba a sus familiares recién llegados, suponíamos, desde muy, muy lejos. No se podía adivinar detrás de esa mirada perdida a la maestra de pueblo que revolucionó Zazuar llegando a la escuela conduciendo su coche y fumando. − ¡Y en pantalones! - La voz de mi abuela me sacó de mis recuerdos. − ¿Cómo dices, abuela? − ¡Que menuda fue la que lié en el pueblo cuando me vieron bajar del coche en pantalones! - Y rió con una fuerza y unas ganas que nos contagió a todos. Mi abuela era así. Luchaba sin saberlo contra su enfermedad y de vez en cuando tenía momentos de lucidez que nos dejaban a todos hipnotizados. Los médicos nos decían que no nos acostumbráramos, que tan avanzado como estaba el Alzheimer era ya muy raro que los tuviera. Pero siempre nos sorprendía, en el momento que más lo necesitábamos, cuando ya pensábamos que no volveríamos a escucharla nos regalaba una breve historia mil veces contada. − La noche de Reyes es mágica, Diego – me dijo mientras la acostaba en la cama – ¡Cómo no va a ser mágico que todos, grandes y pequeños, soñemos por un día con unos Magos de Oriente. Cómo no va a ser mágico que entre todos ocultemos a los niños la mentira más bonita que se ha contado jamás! Y de repente me miró y supe que ya no estaba. Un poco desazonado me metí en la cama. Agradecía esos momentos en los que volvía a ser ella pero me dolía tanto perderla otra vez. Y entonces lo ví. Dentro de mis zapatillas de deporte había dos mandarinas y unos calcetines. Me acerqué con miedo, como si fuera a romper un hechizo y agachado de puntillas comprobé que lo que asomaba por debajo era, efectivamente, una tarjeta con una letra perfecta y elegante: “Valora lo que tienes, Diego. Eres un afortunado”. Nunca había entendido mejor ese mensaje.

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