La postal

Premio III Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2013

Accesit: Katrin Pereda
La postal

«Pero mira cómo beben los peces en el río, pero mira cómo beben por ver al Dios nacido», los villancicos sonaban en el portal 24 de la calle San Jerónimo desde el 16 de diciembre. Lo sabía porque cada día tachaba un día en el calendario de su agenda de propaganda. Ya llevaba 355 días marcados con un rotulador rojo. Hasta la tinta, cada vez más débil, parecía notar que un año, otro más, estaba a punto de pasar página.

Faltan cinco días, vieja, cinco días – afirmó con una voz ronca y grave. Hay que organizarse, ¿eh? Pensar en todos los preparativos, este es nuestro momento vieja, tú lo sabes, recuerda que es nuestro momento. Granuja, una tan preciosa como escuálida perra goldier, se irguió sobre las rodillas de su amo. Sí, tú también estás nerviosa.

Las luces navideñas, colocadas en las estrechas calles del Casco Antiguo, transformaban la ciudad en otro escenario. Estrellas, ciervos plateados, pequeños olentzeros y belenes dispuestos en los escaparates adornaban los comercios. ¿Lo notas vieja?, la calle cambia. Las castañas, – hinchó los pulmones y aspiró el olor que desprendía una docena de ellas – qué ricas, ¿tomaremos unas? Se palpó los bolsillos de un pantalón vaquero añejo y algo roído. Hoy no hay mucho oro, esperaremos a nuestro día. Granuja se resistió a seguir caminando. No, hoy no – zanjó rotundo.

Tras guiñar un ojo a Granuja, observó el escaparate rústico y de un verde descolorido de una librería fundada en 1941, tal y como anunciaba el rótulo en una caligrafía que se diferenciaba mucho de las tiendas que le rodeaban. El reflejo le devolvió su imagen: profundas amigas surcaban una frente morena y desgastada en la que destacaban unos ojos marrones grandes como los de un búho. Acostumbrados a la noche y a la supervivencia. La nariz, aguileña, acompañaba ese retrato. Le seguía una barba poblada de hacía…ya no sabía cuántos días y un pelo, negro como el carbón y enmarañado como unas raíces entrecruzadas, le caía hasta el cuello. Cómo hemos cambiado, Granuja. Sin dar más tiempo a sus cavilaciones (para eso ya tenía todo el día), entró. Le habían gustado las postales.Un olor a libro apolillado le recibió. En un primer vistazo, percibió montones de obras de toda clase de portadas y tamaños que se amontaban en unas débiles estanterías formando hileras interminables a punto de sucumbir ante un mal movimiento.

-¿Puedo ayudarle en algo?- una voz femenina y risueña le inquirió tras el mostrador.

Se dio la vuelta. Lo primero que le llamó la atención fue su pelo. Ondulado y moreno, le caía sobre los hombros. Después, su mirada. Hacía tiempo que no veía una así. Unos ojos verdes y transparentes. Y, ahora que lo pensaba, ni conversaba con gente así.

– Gracias, eh, sí. Busco una postal. Una postal – repitió la palabra con el respeto de quien pronuncia un rezo.

– Muy bien – respondió ella. Tenemos para felicitar la Navidad, como recuerdo de la ciudad, para bodas, cumpleaños…

– Una bonita. La más bonita que tenga. Una que a usted -ella carraspeó que a ti te gustaría recibir.

Admito, con la distancia que te otorga el pasado, que; por un instante, aquel hombre me fascinó. Había tal sentimiento en sus palabras que deseé, ya digo que por un instante, que yo fuera su destinataria. Me esmeré: una por una observé detenidamente cada silueta, color y letra que formaban las 84 postales que encontré. Abrí los paquetes recién llegados y soplé el polvo que cubría a las de hacía años. Las cogía y me dejaba transportar por su mensaje. Me di cuenta de que algunas eran frías, simples felicitaciones para cubrir el guión o ganarse el cordero, otras planificadas y ejecutadas en cinco minutos, las había bellas; pero vacías, y otras lejanas, producto de otros tiempos. Ninguna era mala, pero a la altura de lo que ese hombre pedía… no la encontré.

-Por favor, vuelve mañana. Aún quedan algunas más- le rogué.Él me miró, asintió y se marchó.

No ha habido suerte, Granuja. Pero la chica se ha portado bien. Dentro de unas horas, quedarán cuatro días. San Jerónimo nos espera.

Al día siguiente, a las seis en punto, aquel hombre volvía a entrar en la tienda. Respiré aliviada. Hora tras hora miraba el reloj situado frente a la puerta, esperando su visita. Quería estar a la altura de su petición. De esa postal. Pero el proceso volvió a ser el mismo y el resultado también. No supe qué decirle, más que pedirle una vez más que por favor tuviera paciencia. Mañana llega la última remesa, le anuncié.

-No te preocupes- me contestó él.

-¿Cómo te llamas?- pregunté, curiosa

-Santiago, pero todos me conocen como El Búho. No hace falta que te explique por qué, ¿no? Con una media sonrisa, y sus grandes ojos destilando picardía, se marchó.

Granuja supo que, ese día, tampoco la fortuna se había presentado. Se acomodó en un rincón guarecido del viento -pero no del frío-, que hacia esquina con el portal 24 de la calle San Jerónimo, un pasaje lleno de porches, jardines y familias jóvenes. En una manta azul, del grosor de un dedo pulgar, que escasamente cubría su cuerpo (debía encoger sus piernas para que sobrara unos centímetros) y alcanzaba el cuerpo de Granuja, sacó de su cartera una foto de carnet. Apenas se diferenciaba los rasgos, y los colores que años atrás daban vida al rostro no eran ahora más que un barrido difuso. Desde hacía cinco años, él tenía 47, ya no la acariciaba por miedo a perder su imagen, pero no resistió la tentación de dormir junto a ella, apoyándola en un jersey de lana transformado en almohada. De esta forma, cada vez que abría los ojos, la veía.Abrí el último paquete de postales antes de que él llegara. No quería que volviera a perder otra tarde viendo a una mujer obsesionada por la caligrafía, el color y la emoción que transmitía un papel doblado. Ésta vez fueron 20 postales. En la última, los dedos me temblaron ligeramente. Frío y fin de un año. ¡NO podía causar esa impresión! La idea se plasmó antes de que fuera consciente de lo que hacía. Doblé un folio y dibujé un pino con multitud de ramas, tantas que sobrepasaron los límites del papel. En cada rama colgaba una letra y un espacio en blanco. Y en la punta, una circunferencia. Observé el resultado, cerré los ojos y sonreí.

Las campanas anunciaron las seis de la tarde. Santiago atravesó la puerta. Expectante, ya que el tiempo se agotaba, le miré. Un leve movimiento de cabeza sirvió para que sus ojos vislumbraran mi postal. Asintió. Asentí. Se fue.

Granuja comprendió que era esa. La postal. Durante esa tarde, la víspera de Nochebuena, compartió generosamente el silencio de su amigo.

¡Ha llegado otra postal!- Carlos, de seis años, rompió en tres trozos el sobre blanco sin remitente. Una mano delgada y fina le arrebató a Carlos su hallazgo antes de que éste pudiera decir más.

«Te regalo todas las letras del mundo para que puedas componer las mejores palabras para ti y las tuyos. Te dejo espacios en blanco, para cuando el silencio diga más. Cada año crece un poco más tu recuerdo y a mí me hace feliz. Esta noche, como todas, te deseo lo que no tiene principio fin porque es eterno»

Carlos fue más rápido que su madre. ¡Pero si no dice nada!, exclamó decepcionado.

-Hay postales y noches que contienen almas-, susurró ella, mirando al cielo.

Granuja, hoy es nuestra noche.

Daños colaterales

Premio III Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2013

Accésit: Sara Nahum
Daños colaterales

Odiaba a las Barbies. Tan perfectas, tan altas, tan delgadas, tan rubias… pensaba en sus largas piernas mientras se metía otro trozo de turrón en la boca. ¿A quién se le había ocurrido la genial idea de colocar tan cerca la bandeja? Había perdido la cuenta de los dulces que se había comido esa noche. El resto de las chicas dormía. Estaba claro que si Anuska estuviera despierta habría respetado el régimen a rajatabla. ¿Qué demonios significaba a rajatabla? Se lo preguntaría mañana a Valentina.

Olga era un juguete artesanal. Como todas sus compañeras había nacido en Rusia. Un maestro carpintero las había moldeado y pintado a mano. Una a una. Se sentía especial. Por eso, y porque era la única del juego que no se desmontaba. La más pequeña de todas la Matrioskas, la única que conseguía un «Ohhhh» cuando aparecía después de Ninoska. La favorita de los niños. Le gustaba la Navidad. Llevaba mucho tiempo disfrutándola desde un lugar privilegiado: la estantería del salón de los abuelos. Bueno, abuelos ahora. Cuando ella los conoció eran una pareja de recién casados que entre los muchos regalos de la Luna de Miel se llevaron en la maleta un juego de Matrioskas. Y así, colocadas en fila, habían visto pasar la vida de toda la familia. De todas las noches, le parecía especialmente mágica ésa, la de Nochevieja. El ver a la familia atragantándose de la risa con las uvas, brindando por el año nuevo con cientos de propósitos e ilusiones puestos en él, el pase de disfraces de los nietos mayores, cada año más originales, más divertidos… y las mismas frases de la abuela: «Vais a pasar frío», «¿salir a estas horas? Yo ni aunque me paguen”… y la decadente gala de televisión y los primeros bostezos y ese momento de soledad frente a la bandeja de turrón que ahora disfrutaba. A su alrededor, el Belén con aquellas figuritas tan simpáticas a las que conocía bien, el árbol con sus adornos y las cajas con libros que llenaban el salón. ¡Las cajas! Por un momento había olvidado que sería la última Navidad en aquella casa. En un par de días abandonarían el que había sido su hogar durante tantos años. Siempre supo que los abuelos volverían al pueblo. Les había oído soñar en alto cientos de veces. Ese momento había llegado Olga recordó su primer día allí, la agitación de las chicas en la maleta, los nervios de no saber cuál iba a ser su lugar y tantas y tantas tardes jugando con los niños… y así, con una sonrisa, se fue quedando poco a poco dormida.

Le despertaron los gritos de Anuska al ver la bandeja del turrón vacía. Eso, y un terrible dolor de tripa.

– Como ya sabéis, en un par de días nos mudamos de casa, escuchó decir a Irina. Ya han empezado a meter todo en cajas y nos llegará pronto el turno. Ya no recuerdo la última vez que jugaron con nosotras así que chicas, esta noche, cuando todos duerman, nos reuniremos para ensayar la formación.

Llegó la noche y de nuevo se encontraron a Olga rodeada de papeles de polvorones vacíos. Comiéndose una última peladilla saltó confiada para introducirse, como tantas otras veces, en Ninoska pero… Oh, Oh… No hubo manera. Intentaron meterla a presión, a rosca y del revés, pero ninguna de las ideas funcionó.

– ¡Los turrones!, gritaba Anuska

– ¡Me haces daño!, se quejaba Ninoska

– ¡Lo siento! Las barbies…- balbuceaba Olga, – ¡Sabéis que me vuelve loca el Suchard! Nunca en casa de los Arditti hubo una crisis como aquella.

Pidieron consejo a Melchor que ya se encontraba cerca del portal de Belén, al pastor, a la frutera del pueblo y hasta al mismísimo San José, por esto de que era carpintero, pero poco pudieron hacer. Olga mientras tanto hacia abdominales como una loca y corría alrededor del río.

– Yo hice la dieta Dunkan y me fue fenomenal, le dijo la lavandera.

– Es mejor la Montignac que te deja comer chocolate, añadió la panadera.

– ¡No hay tiempo de dietas!, gritaba desesperada Irina caminando nerviosa a un lado y a otro de la estantería. Nadie querrá unas Matrioskas que no encajan…

– ¡Nos tirarán a la basura!, se lamentaba Anuska.

Faltó esto para que se desatara la locura. Todas las muñecas rusas gritaban nerviosas, se abrazaban unas a otras, lloraban desesperadas…

Y entre todas las voces se alzó la de Valentina.

– Estuvimos juntas cuando a Katiuska se le desconchó la pintura, cuando la parte de abajo de Misha desapareció durante días y cuando Natasha se enamoró del pescador del Belén y se lo quitó la lavandera. Y de todas esas ocasiones conseguimos salir porque nos apoyamos las unas en las otras. Esto no va a ser diferente. Si Olga no puede adelgazar sólo queda una solución. Traed todos los turrones, mantecados y pastas que encontréis por casa. Espero que tengáis hambre, amigas, ésta va a ser una larga noche…

Espíritu Navideño

Premio III Certamen literario ‘Heraldo de los Reyes Magos’
de Cuentos de Navidad 2013

Accesit: Carlos Eslava
Espíritu Navideño

-Mami, ¿el espíritu navideño es un espíritu? -pregunta Juan.

-¿Dónde has oído eso, cariño? -pregunta distraídamente su madre, mientras coloca en la estantería los peluches dispersos por la habitación.

-Lo dicen en la tele, en el anuncio de la Lotería. Dicen que él espíritu de la Navidad hace que todo sea posible… -canturrea Juanito.

Ana frunce el ceño.

-El espíritu navideño no es una persona, Juan -explica pacientemente.

-¡Pues claro! Si es un espíritu… ¡Será como todos los espíritus! Una persona que baja del cielo y que no se puede tocar.

-Pero, ¿quién te ha dicho eso? -pregunta Ana, divertida.

-La abuela -contesta él, muy serio-. Dice que bajan a veces, cuando tienen algo importante que decir.

Bonita definición, piensa Ana, irónica. Y visualiza a su madre poniendo velas en el retrato de la difunta Tía Emi, mientras pronuncia una serie de conjuros ininteligibles para invocar a su hermana. Definitivamente, no ha heredado la afición de su familia por comunicarse con los muertos.

-Entonces, ¿qué es el espíritu de la Navidad? -insiste Juan.

-A ver, Juanito, es que no es ni una persona ni un espíritu, es… un sentimiento, ¿entiendes, cariño? A ver, cuando pones el belén, cuándo decoramos el árbol, cuándo vienen tíos a cenar en Nochebuena, cuándo vamos a la Misa de Navidad y después a casa de la abuela y nos ponemos morados de cordero, cuándo te subes a la carroza de los Reyes… estás contento, ¿a qué sí?-¡Pues claro!, contesta él, dando un bote en el colchón,

-iAjá! Pues ése es el espíritu navideño -afirma Ana. Y sonríe, satisfecha.

Tapa a Juan con el edredón y le da un beso de despedida en la frente.

-Y ahora, a dormir, ¿eh?

-¡Pues yo creo que sí es un espíritu! Si no, se llamaría sentimiento navideño ¿no? -pregunta, incorporándose de nuevo.

Ana se rinde.

-¡Ay, hijo! ¡Me vas a quitar la vida tú a mí! -sonríe, revolviéndole el pelo.

Y suspira. Tenía 17 años cuando tuvo a Juanito. Asumir su embarazo fue una de las pruebas más difíciles de su vida. Cuando supo que estaba encinta, sintió que su mundo se deshacía. Se sentía incapaz de hacerse cargo de un bebé. Sin embargo, las dudas se disiparon en cuanto vio por primera vez a aquella criatura indefensa. En ese instante, supo que aquel ser era lo que más quería en el mundo. Sacrificó sus estudios, comenzó a trabajar de camarera y, con la ayuda de sus padres, consiguió mantener a su pequeña familia. Su mayor triunfo era ver que Juanito era un niño feliz y sano, a quien no le faltaba de nada.

-Buenas noches, cariño s e despide Ana, besándolo en la frente.

Cuando se dispone a cerrar la puerta, Juan comenta para sí mismo, en medio de un bostezo:

-Papá también es un espíritu.Ana se da la vuelta, sobresaltada.

-¿Papá? -Ana traga saliva-. ¿Por qué hablas de papá, cariño? -pregunta, procurando que su tono suene desprovisto de alarma.

-Porque también está en el cielo, pero baja porque tiene cosas que decirme -contesta el niño con naturalidad.

Los ojos de Ana se salen de las órbitas y siente que se queda sin sangre. Se sienta en el borde de la cama.

-Mi vida, ¿por qué dices que baja a visitarte?

-Porque viene a veme los martes y los jueves, mientras entreno.

Ana comienza a temblar y una nube muy espesa se adueña de su cerebro. A pesar de que sabe de antemano la respuesta, alcanza a preguntar a su hijo:

-¿Estás seguro de que ese hombre te ha dicho que es tu papá?

-¡Pues claro! -responde el niño-. Como él dice, tengo sus ojos -afirma mirando fijamente a su madre. Ana traga saliva. Desde luego, es cierto que los ojos azules de Juanito, únicos en su familia, son una clara prueba de que el niño es hijo de su padre.

-¿Y cómo es? -continúa preguntando Ana, quien siente su cuerpo cada vez más y más blando.

Juanito describe a Rubén con todo lujo de detalles. No cabe duda. Es él. Ana siente que le falta el aire.

-¿Cuándo le viste por primera vez? -inquiere con un hilo de voz.-Desde que empecé a jugar con el equipo -responde él, con tranquilidad. «Un año viéndole sin que yo lo sepa», calcula Ana. «Este impresentable me va a oír…», se jura a sí misma. Y hace un esfuerzo por calmarse.

-¿Y qué te dice… papá? -Pronuncia esa última palabra como si masticase tierra.

-Me pregunta si estoy contento en el cole, qué me gusta hacer… y me dice que le cuente qué he aprendido en clase.

Ana palidece.

-Dime, Juanito ¿Y a ti te gusta que te vaya a ver tu padre?

-¡Pues claro! -asiente-. Pero ni le toco ni dejo que me toque, porque tengo miedo de que desaparezca -confiesa, con semblante triste.

-Claro, claro -susurra Ana, quien comienza a sentirse indispuesta.

Nota cómo se apodera de ella una furia animal paralela a un sentimiento de culpabilidad que le oprime el pecho. Acuden a su mente las constantes súplicas de Rubén durante los dos últimos años. «Si te desentendiste en su momento, ahora ya es demasiado tarde. Tú hijo no te necesita». Esa era su respuesta. Se convencía de que lo hacía por el bien de su pequeño, pero no podía evitar el dolor adherido a aquellas palabras. Ahora, después de este zarpazo, no sabe que pensar… Es imposible volver atrás, se dice con tristeza. Rubén ya conoce a Juanito… ¿Cómo voy a oponerme?

-¡Mamá! ¿Qué te pasa? -Juanito la sacude por los hombros.

-Nada, hijo, sólo estaba pensando… ¿Por qué no me habías comentado antes lo de… papá, cariño?-Porque… era un secreto -musita, bajando la cabeza.

-No pasa nada, cielo, no lo contaré -acierta a decir Ana, forzando una sonrisa.

-iMami! ¡Ya sé que quiero de regalo de Navidad!

Ana se queda rígida.

-¡Quiero que papá pase la Navidad con nosotros! Ya se lo pedí y me dijo que no podía ser, que eso no dependía de él… Así que se lo voy a pedir a los Reyes.

Ana siente que se va a desmayar. No pensó que Rubén le reclamaría nunca… Pero, ¿por qué narices le dijo al niño que estaba en el cielo? Aunque, por otro lado, ¿cómo decirle a su hijo que su padre no quería saber nada de él? Se maldice con rabia.

De repente, revive el momento en que le anunció a Rubén su embarazo. Apenas se conocían, piensa con amargura. Habían coincidido varias veces en el barrio. Sólo habían estado una noche juntos. Un tonteo de discoteca. Después de unos minutos eternos, él le pidió que no tuviera el niño. Recuerda cómo le invadió una oleada de pánico, idéntica a la que le sobrevino cuando vio las dos rayitas del predictor. No obstante, no concebía la idea de deshacerse de su hijo. Él se lo dijo bien claro, mientras se retorcía las manos. «Lo siento, pero yo no tengo nada que ver con esto». «Muy bien», le espetó ella, furiosamente.

No volvieron a tener contacto. Lo último que supo de él es que se había mudado a otra ciudad. Pero claro, de eso habían pasado varios años, cuando era un adolescente. Ahora tenía 27 años y Juanito iba a hacer pronto la comunión.

-Muy bien, se lo pediremos a los Reyes, entonces. Ahora, ¡a dormir! -Ana recompone el gesto. Juanito cae por fin sobre la almohada, con una sonrisa en el rostro.Días después, mientras juega a la pelota en la habitación, oye a su madre hablar por teléfono. Su voz suena entrecortada. «Rubén, tengo algo que pedirte». Ana se sobresalta al oír un ruido y baja la voz. Juanito agarra la pelota y se queda quieto. Antes de colgar, alcanza a escuchar a su madre: «Pues claro que podrás tocarle. Te espero el 24 a las nueve, en mi casa».

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